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De la pela a la fe

Imagen de archivo del juició del procés en el Tribunal Supremo

Enrique Murillo

Las cosas incomprensibles son interesantes por la dificultad que entraña analizarlas. Y la política catalana ha ido acercándose al campo de lo muy complejo, hasta suponer un desafío para la ciencia política. Al principio, parecía que aquellas manifestaciones que cada año sumaban más cientos de miles de personas eran seguidas en nombre del dinero (Espanya ens roba, la pela és la pela) o del uso normalizado de la lengua. Pero it’s not the economy, stupid ¡Not this time! Posiblemente lo fue, cuando se hablaba sobre todo de recuperar la ordinalidad tras las transferencias de dineros autonómicos, pero la economía importaba desde muy pronto solo como una parte pequeña aunque esencial dentro de un magma en el que ya entraban otras cuestiones. También contaba el asunto lingüístico, pero ni una cosa ni la otra explicaban la eclosión de un fenómeno de masas que ha sorprendido incluso a sus propios protagonistas.

Y aquella complejidad inicial no ha hecho sino crecer con el paso de los años, con la llegada del acontecimiento fundacional frustrado: el referéndum que es ahora objeto de un juicio por crímenes improbables como ese golpe de Estado que solo han visto Maza y sus acólitos de la fiscalía general y unos pocos jueces. Hace tiempo que, observando el fenómeno social y político del procés, comencé a pensar que había algunos aspectos que lo aproximaban al campo de lo religioso. No eran ya la economía, ni la lengua, ni la violación de lo que dice la Constitución del 78 sobre quién es soberano en la aprobación de los Estatutos de Autonomía (Parlament y Congreso; seguidos de referéndum en la autonomía objeto de ese documento; y punto) lo único importante. Ni tampoco luego lo fue la judicialización.

Hay más causas para explicar la reacción espectacularmente masiva en favor de la independencia en Catalunya. Hay algo más, y es de otro orden. Lo vimos cuando el gentío que rodeó el Parlament el 3 de octubre rompió a llorar, literalmente a llorar, cuando los políticos independentistas decidieron, de la noche a la mañana, no implementar la promesa. No lloraban por el dinero ni por la lengua. Lloraban porque se había frustrado la promesa de la felicidad. Porque el procés había acabado prometiendo, sin nunca decirlo con todas las letras, el paraíso en la tierra.

Hay otras señales de signo distinto que conducen a esa misma analogía del procés con un fenómeno milenarista. Por ejemplo, cuando al entrar y salir de la sala donde se juzga a los presuntos responsables de algunos variopintos delitos, los testigos pertenecientes al independentismo evitan cruzar incluso la mirada y sobre todo no ya estrechar la mano sino tocar siquiera al Traidor, ese gran Judas Iscariote (figura religiosa a la que aludió Gabriel Rufián en un famoso tuit que mencionaba las monedas con las que Roma pagó la traición) del procés, ese que se llama Santi Vila y que se rajó y apostató pocas horas antes de la declaración unilateral de la felicidad, esa felicidad que en el último momento los dirigentes del unilateralismo dijeron que era solo una frase. Parole, parole, parole…

Como en los movimientos religiosos milenaristas, la traición contamina con solo tocarla. Y, como en las religiones, no hay mayor enemigo ni más despreciable, no hay mayor apestoso que el que estuvo contigo en el arrobado sueño del paraíso, y se apartó del grupo de los escogidos para venderse. El eslogan del partido-que-siempre-cambiaba-de-nombre lo dice bien a las claras: CREIEM! Ni Forn ni Artadi tienen cara de santos, pero apelan a la fe. Y saben muy bien lo que hacen, ellos, profetas de Puigdemont, el Santo en el Exilio, figura de raigambre religiosa donde las hubiere.

De la pela a la fe hay un salto conceptual enorme. Si se trata de salvarse, ¿a quién le preocupa el dinero? El salto va del terreno de lo posible a la paz perpetua. Es un salto de la política a la religión. Por eso, ahora hay que tener fe. Y hay que cuidarse de los apóstatas. Es cierto que el tacticismo impera. Los que claman cada día en favor de la sacrosanta Unidad, organizan nuevos partidos políticos para mostrarse como los únicos que mantienen la fe de los comienzos, aunque al gritar unidad muestren justamente lo contrario. Mientras que ERC, la escisión pragmática de la fe inicial y pura, permitió que cayera el gobierno socialista por mantener el recién conquistado liderazgo del independentismo, a costa de Puigdemont y los suyos, cuyo reino no es tampoco de este mundo.

Sorprende sobre todo que los supuestamente pragmáticos dirigentes de Esquerra Republicana rechacen un día a Iceta y otro pidan diálogo a su partido. Que de repente se quiten el traje seglar y se vistan, como su líder encarcelado, de monje franciscano. “Soy católico, ¿cómo puedo ser violento?”, dijo Oriol Junqueras ante Poncio Marchena Pilatos. Aparte de haber olvidado, él que es historiador, el asuntillo aquel de las Cruzadas, ese hombre de pelo de corte frailuno no sacaba lo religioso a colación por casualidad.

Olvidar este aspecto milenarista, la promesa de la felicidad como parte del corazón mismo de la más reciente evolución del movimiento independentista, supone un error grave que suelen cometer los socialistas. No hay, en religiones de este tipo, nada que no sea el Todo. Negociar es una traición. 

Y traición y pecado nefando es militar en el grupo milenarista rival del tuyo. La pelea electoral por las municipales, sobre todo en Barcelona, ya está mostrando una forma de competir con excesos propios de las peleas entre religiones hermanas.

Que dios nos coja confesados.

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