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Perder el miedo

Aspecto que presentaba la madrileña calle Preciados en el Puente de la Constitución. EFE/Victor Lerena

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Hay abrazos que duran mucho más que el instante en el que se dan. Besos que se perpetúan en la memoria. Palabras que tocan el alma. Y personas de las que ninguna distancia física nos podrá separar. No se puede vivir pensando que todo se acabó. Que nunca nada volverá a ser igual. Y que, con vacuna o sin ella, hay una parte de vida robada que nadie nos devolverá. Quizá el problema, además del virus y las restricciones, sea que no somos capaces de recordar los instantes, los detalles y los momentos... Todo aquello que nos hizo felices y que siempre estará.

Entre la batalla por el relato político de una pandemia en la que todos los políticos se han sacudido las culpas y las recomendaciones sanitarias que muchos se pasan ya por el forro, hoy hay una mayoría de ciudadanos que ha perdido el miedo al virus. Basta con salir a la calle para ver que hay restaurantes donde ya no se cumple con las limitaciones de aforo, tiendas donde no existe gel hidroalcohólico, terrazas donde se fuma sin guardar las distancias exigidas, mascarillas que cuelgan de adorno en las muñecas, autobuses que viajan llenos o adolescentes que hacen cola en los probadores de las tiendas sin que haya un dependiente encargado de desinfectar los espacios u ordenar las prendas que se acumulan en los mostradores. 

A tan sólo 10 días de que comience oficialmente la Navidad y de que se levanten algunas restricciones para permitir que familiares y allegados se reúnan con un máximo de 10 personas pese al cierre perimetral establecido hasta el 6 de enero, la curva vuelve a crecer. Hasta Madrid, cuyos responsables políticos se han especializado en ingeniería contable, habla ya de un “posible repunte”. Catalunya roza de nuevo los 1.000 contagios diarios. Galicia ha roto con la dinámica a la baja de la incidencia acumulada de las últimas semanas. Asturias se mantiene en “riesgo muy alto” mientras en Euskadi la transmisión del virus tampoco remite y en Extremadura se plantean suspender el Plan de Navidad en el caso de que los contagios sigan en aumento. 

Y es que España podría haber entrado en lo que se conoce como “fatiga pandémica”, un concepto que la OMS define como una desmotivación gradual por parte de los ciudadanos a la hora de seguir las medidas de protección contra el coronavirus. Los expertos dicen que la percepción del riesgo sobre la gravedad de la enfermedad se ha reducido notablemente y que la adhesión a las conductas preventivas por parte de los ciudadanos, como lavarse las manos, guardar la distancia de seguridad o evitar tocarse los ojos, la nariz o la boca, ha disminuido ligeramente. 

Hemos perdido definitivamente el miedo y con él la memoria como si esta no guardase ya a los muertos que enterramos, a las UCI colapsadas o a las morgues improvisadas. Es tan humano como suicida. Tantos meses ya. Tantos planes frustrados. Tantas limitaciones y tantas ganas de olvidar este puñetero 2020 que no extraña que haya quien ha arrancado antes de tiempo la última hoja del calendario como si por el simple hecho de hacerlo, el 2021 y la inminente llegada de la vacuna nos fuera a devolver de inmediato la vieja normalidad. 

Da igual ya lo que nos digan. No escuchamos. Pero la autocomplacencia y el relajamiento podrían costarnos caras. Lástima que además de las que están a punto de comercializar contra la COVID-19,  no haya otra vacuna que inocule  sentido común o altas dosis de responsabilidad. Si fuera así nadie estaría haciendo planes para burlar las limitaciones impuestas y viajar estos días fuera de su Comunidad ni estaría sumando allegados a la lista de invitados para la cena de Nochebuena. Mucho menos se atrevería a pensar: “Total, qué más da ya. La vacuna está a la vuelta de la esquina y nos dicen que en verano todo habrá acabado”. 

Hemos vuelto a errar. Nos confinamos bien, pero nos desconfinamos fatal. Hicimos lo contrario de algunas de las sociedades orientales que han vuelto ya a la normalidad. Allí apostaron primero por la salud y después, por la economía. Y funcionó. Aquí decidimos convivir con el virus para no matar a las empresas y a los negocios. Y ahora es inevitable pensar en qué pasará en enero y en que cuando llegue, si entramos en una tercera ola -como prevén ya muchos expertos- siempre nos quedará el consuelo de buscar culpables entre los políticos que es, en definitiva, lo que también hacen ellos en su permanente obsesión por la exculpación. Lo malo es que para entonces habrá quedado demostrado que todos fuimos culpables. Por perder el miedo antes de tiempo y quizá también por creer que o nos fundíamos de nuevo en los abrazos y nos besábamos pronto o ya nunca volverían los tiempos pasados. Otro error de cálculo. Uno más. Ni las recomendaciones sirven de nada ni todos somos igual de responsables. Vamos camino de una historia interminable porque lo de comunicar, emocionar y hasta tocar con la palabra no parece que sea lo nuestro. 

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