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La policía secreta no va en bicicleta

Julian Berrendero ganó dos ediciones de la Vuelta a España antes de regentar durante muchos años una mítica tienda de bicis en el barrio de Chamberí.

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De toda la vida, España ha sido antes un país de ciclistas que un país de bicicletas. Nos pierde el individuo, o quizá nos salva. Península de individualistas, en ningún otro sitio del mundo se ha vivido con tanta desesperación, y con tanta esperanza, una oleada de colectivizaciones. Pero para ser lo contrario de lo que se es, y así verse de nuevo a uno mismo, es necesario abrirse en canal, bisogna morire, que decía el músico Stefano Landi en su viejo Pasacalles de la vida.

Cuando todo era peor (no escuchen a la ultraderecha, miente asquerosamente, entonces todo era peor, incluso para muchos de ellos, los más pringados), un ciclista iba a llegar a la cima antes que un científico, que un imaginativo, que un compositor de piano y partitura, y no digamos una compositora. Entonces, a las mujeres, de las montañas solo se les dejó las faldas. El ciclista antiguo nos representaba. El nombre del equipo no pesaba sobre su apellido. Lo único que tenía la gente para trabajar era su apellido, y por eso lo usaban siempre en los empleos, y también era su solitario apellido, metido dentro del cuerpo, lo que les hacía a los ciclistas pedalear con tesón cuesta arriba.

Ocaña, Bahamontes, Indurain, Perurena, Contador, Perico Delgado..., a fuerza de apellidos iría formándose históricamente una nueva división de la Nueve, que entraba en París; pero, esta vez, con la misión de liberarnos a nosotros mismos, a los espectadores. ¿De qué? De nuestra historia. Quizá los soldados republicanos de la Nueve (lean el estremecedor cómic de Paco Roca, Los surcos del azar, Astiberri, 2013), también se estaban liberando a sí mismos de una condena, todo es alianza y condena, se estaban redimiendo de una derrota salvaje, la de nuestra guerra, al tiempo que libraban a París del nazismo. Ahora, con la globalización, no existen los países, no existen las ciudades, solo hay sus imágenes multiplicándose en las pantallas como vitrales de una catedral que tampoco existe (es virtual), donde todos los días nos reunimos.

La diferencia entre ser pobre y no serlo es la que va de labrar los surcos del azar a labrar los campos Elíseos. Se trata de tierras diferentes, tienen humus distintos, no son las mismas las tribus enterradas en un lugar y en otro. Todos los países ricos se parecen, pero los países pobres lo son cada uno a su manera. En aquella época (disculpen que no la nombre, me salen llagas en los labios), España era un país de ciclistas y China era un país de bicicletas, y ambas eran naciones miserables (en la acepción de desdichadas, no en el sentido en que se lo diría uno al avaro Fagin, el abyecto protector de niños de Oliver Twist). O quizá sí. El franquismo (ay, la llaga), estaba lleno de miserables y el maoísmo también. En los campos Elíseos, en Francia, las élites culturales denunciaban a Franco y celebraban a Mao. Amigo ciclista, nunca te fíes de ninguna élite, ni aunque hablen bien de ti. Solo tienes tu apellido y una montaña de problemas. Tampoco hay que fiarse de los gobiernos, el poder es un espejismo. Uno cree que mandan los suyos, pero son los que mandan quienes aspiran a hacerte suyo.

El término medio entre el pueblo chino en bicicleta y el ciclista español de pueblo (que inventó la gorra de rapero en una época en que aún se decía pelar al rape), se encontraba en Holanda. En los canales de Ámsterdam, en sus puentes, en sus callejones, se ejercía la auténtica forma democrática de ir en bicicleta, pues no sólo se usaba la bici para ir a trabajar o para hacer carreras, si no que muchos ciudadanos también iban en bicicleta a estudiar a la universidad, o a comprar libros, o a comer arenques, o al cine, o a las manifestaciones contra las guerras y la energía atómica y el petróleo. La bicicleta holandesa era una pequeña forma de propiedad privada con derecho a robo. Es raro, pero es que, antes, para ser europeo había que asumir contradicciones.

Tampoco es la misma la bicicleta de Ladrón de bicicletas (la película de Vittorio de Sica), que la bicicleta de Amélie (la película de Jean-Pierre Jeunet). La evolución de la una a la otra nos da la imagen que nos hemos fabricado como europeos. ¿Para qué ser pobres pudiendo ser maravillosos? La de Amélie no es una bici holandesa, ni mucho menos. En Holanda, la bicicleta conservaba cierto desagradable olor a agua residual, a hierro oxidado. Era humana y oscura como una lección de anatomía o como una ronda nocturna. Por su parte, la música de Yann Tiersen, en Amélie, nos recuerda que hace tiempo que preferimos una realidad de juguete.

Antes de verse confinada en las ciudades dentro de su propio carril, como un animal encerrado en un zoológico, la bicicleta fue en España una criatura mitológica lo mismo que los caballos en Centauros del desierto, y en todas las películas del Oeste. Eso sí, la nuestra era una bicicleta de cartero. Está en la antigua serie Crónicas de un pueblo. Lo más parecido a John Wayne que tuvimos era Braulio, el cartero que representaba el actor Jesús Guzmán. Jacques Tati, haciendo de cartero en Día de fiesta, la película francesa, era otra cosa, le correspondían otra modalidad de pueblo, otro tipo de plaza mayor, otra manera de llevar la gorra y otra manera de llevar la guerra. No comparemos su día de fiesta y el nuestro. Bastan cuatro días para abrir un abismo entre el 14 de julio y el 18 de julio.

Luego, lo vimos en la pandilla de críos de la serie Verano azul. Dentro de cada niño español en bicicleta, había un cartero en potencia. Aquí, a la que aparecía un niño montado en bicicleta lo ponían a hacer recados, a llevar cosas de un sitio a otro, venga dar viajes del chalé a la barca de Chanquete. Nunca el drama del niño y la bicicleta ha estado tan vivamente representado como en las aventuras de Zipi y Zape, del dibujante Escobar. El dilema que plantea don Pantuflo (el progenitor de estos hermanos de historieta) entre la calabaza de los exámenes y la bicicleta a plazos, como premio por las buenas notas, se va a perpetuar durante toda la edad adulta de los españoles. Parte del éxito del concurso Un, dos, tres..., responda otra vez, residía en esta diatriba. La calabaza y el coche.

Por eso nos ponemos tan contentos cuando Pedro Sánchez, el incombustible presidente de Gobierno, se compromete a ayudarnos con la bici. ¡Es señal de que nos hemos portado bien! ¡De que no hay calabaza! Nada como una bici para poder hacer lo que uno quiere. ¡Donde haya bicicletas, que se quiten las amnistías! ¡Dónde va a parar! Una persona en bicicleta es más feliz que una persona amnistiada. A una persona en bicicleta no se le ocurre desaparecer entre el gentío. Al contrario, quiere que todo el mundo la vea con la bici por la calle.

Ni siquiera a Buster Keaton se le confundía entre el mogollón, o se le perdía la pista, cuando le perseguían aquellas multitudes al final de sus películas. Federico García Lorca imaginó a Buster Keaton en una bicicieta empapada de inocencia. Un ser feliz no desaparece ni aunque se vaya por el aire en bicicleta, como en el poema que le dedicó Alberti a Harold Lloyd perseguido por la policía secreta. Nadie que vaya en bicicleta se verá en la necesidad de tener que meterse en el maletero de un coche, o de ponerse un gorro de verano, para pasar desapercibido. Al contrario, no hay ciclista al que no le guste tocar el timbre para que todo el mundo se entere de que está pidiendo paso. Y encima, todo cuadra. Cómo, si no, alguien incombustible iba a reparar en un medio de transporte que no precisa combustible.

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