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La vida física, metafísica y política de los árboles

Árboles caídos en Madrid.

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En su “metafísica de la mixtura”, expuesta en el libro La vida de las plantas, el filósofo Emanuele Coccia escribe: “La vida vegetal es la vida en tanto que exposición integral, en continuidad absoluta y en comunión global con el medio (…) Su ausencia de movimiento no es más que el reverso de su adhesión integral a lo que les sucede y a su medio (…) No se puede separar -ni físicamente ni metafísicamente- la planta del mundo que la acoge. Ella es la forma más intensa, más radical y más paradigmática de estar-en-el-mundo. La planta encarna el lazo más íntimo y elemental que la vida puede establecer con el mundo (…) Jamás podremos comprender una planta sin haber comprendido lo que es el mundo”.

Sorteando las ramas y los troncos que aún siguen postrados en las aceras y las plazas tras el paso del temporal Filomena y de la borrasca Hortense, resuenan en mi cabeza las palabras de Coccia. Hay cepellones, arrancados de cuajo de la tierra, que dejan al aire raíces como manos sarmentosas que se aferran a nada. El altísimo pino que durante días cortó junto a mi casa una calle de lado a lado -como corta un cadáver la respiración de quienes lo contemplan- ya ha sido retirado. La mirada choca con vacíos que no existían, cuando los ojos se enredaban en la frondosidad. Sin los árboles que faltan, sin su lazo elemental, su comunión global, sé que estoy-menos-en-el-mundo. Casi 700.000 árboles, alrededor de un 60% de los que existen en Madrid, sufrieron daños en esos días pasados, dicen que un 70% de los que convierten en metafísica la física de parques históricos como el Retiro o la Casa de Campo. Ahora son árboles muertos o árboles heridos de diversa consideración. Físicamente y metafísicamente, Madrid también ha muerto en parte y ha resultado herida: “No se puede separar la planta del mundo que la acoge”. El luto es una sombra que ya no se derrama desde las copas sino que languidece sobre los bordillos. Los parques aún cerrados parecen quintaesencia de un confinamiento. Pero “la atmósfera es más verdadera que la esencia”, dice Coccia, “es solamente en la mixtura con el resto de los elementos que toda cosa encuentra su identidad”. Desde ese luto, desde ese confinamiento vegetal, estamos respirando una atmósfera desmembrada, una atmósfera de separación, de desarraigo.

Incluso quienes los amamos y admiramos, los respetamos y necesitamos, nos hemos dado cuenta de que sabíamos muy poco de la vida de los árboles con los que somos mixtura. Por la nieve y el viento que los han diezmado nos hemos enterado de lo que verdaderamente necesitaban, lo que necesitamos. Nos hemos enterado de lo que les faltaba, lo que nos falta. Nos hemos enterado de que su vulnerabilidad, la nuestra, tiene que ver con la arbitrariedad de su ubicación, con la inconsciencia en su plantación, con el déficit en sus cuidados, con la irracionalidad en la poda, con la asfixia del mal alcorque, con la indiferencia ante su singularidad, su porte, su edad, con la incultura. Nos hemos enterado de que no se llaman acacias, tilos, alcornoques, aligustres del Japón, encinas, robles, olmos o pinos piñoneros, sino que su nombre es el de un maltrato antiguo, su nombre es una cifra a la que faltan ceros mucho antes de la catástrofe, un presupuesto que no se aprobó, un informe que no se leyó, un protocolo que no se tuvo en cuenta, unas medidas que no se tomaron, el recorte en la plantilla de los jardineros, la privatización de los servicios de mantenimiento, los medios que no había, la negación de los efectos de la crisis climática, los nombres propios y los apellidos de quienes en los despachos vuelven política la física y la metafísica, la de los árboles, la nuestra.

Todo lo que no se hizo -lo que en la mixtura se nos hizo- es responsabilidad política y es incultura del bosque urbano, bosque natural. No hemos sabido quiénes somos hasta que no hemos sido devastados. Somos el carbono que emitimos pero también el oxígeno que devolvemos cuando somos los árboles. Somos los pájaros, los murciélagos y los insectos que habitan en las ramas y se refugian en los troncos. Somos la brisa que nos refresca y un murmullo de hojas que nos templa. Somos el paisaje que nos reconforta y la belleza que nos anima. Somos un bosque urbano y natural, un bosque de savia e ignorancia. Somos menos en un veinte, en un sesenta, en un setenta por ciento, más rotas, hemos caído, hemos muerto. Somos aquella atmósfera, esta otra.

“Es solamente en la mixtura con el resto de los elementos que toda cosa encuentra su identidad”, vuelve a decirme Coccia mientras hago la foto de la plaza de enfrente, arrasadas, la plaza y yo, con los ojos borrosos. Solo encontraremos nuestra identidad, seremos mundo, sobreviviremos a la enfermedad respiratoria y moral, si abrazamos una filosofía de la naturaleza, esa cosmología de la mixtura, y apelamos a decisiones políticas que la hagan posible para que podamos conocernos y respirar, como permiten los árboles. “Conocer el mundo es respirarlo porque todo soplo es una producción de mundo: lo que parece estar separado se reúne en una unidad dinámica. Respirar significa saborear el mundo. Y para todo viviente y para todo objeto, el mundo es lo que se da a través y gracias al soplo. Si todo espíritu hace mundo es porque todo acto de respiración no es la simple supervivencia del animal que está en nosotros, sino la forma y la consistencia del mundo del que somos la pulsación”. Las palabras de Coccia como un soplo de esperanza en la desidia, la ceguera y la devastación, como un soplo de vida frente a la amenaza ahora de una tala masiva, fácil, cara, burocrática, de contrata, una tala que eliminaría los árboles heridos en lugar de cuidarlos uno a uno, de cuidarnos, en lugar de salvarlos, de salvarnos. Un soplo de vida física, metafísica, política para poder estar-en-el-mundo.

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