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El PP y la gobernabilidad como chantaje

María Eugenia R. Palop

Llevamos ya ocho meses al amparo de un Gobierno sin control; un Gobierno que se ha negado sistemáticamente a someterse al control parlamentario y que está dispuesto a prorrogar esa situación todo el tiempo que sea necesario, incluso más allá de las elecciones vascas y gallegas, que tendrán lugar el 25 de septiembre.

Aunque desde la Constitución de Cádiz hasta hoy, la vigilancia del Parlamento se ha considerado lo suficientemente importante como para articular una Diputación Permanente, que en otras Constituciones no se contempla, este Gobierno en funciones se ha permitido el lujo de no soportar ni comparecencias, ni preguntas, ni interpelaciones, eludiendo descaradamente una rendición de cuentas que forma parte de las reglas más elementales del juego democrático. Y ello porque, según la interpretación jurídica interesada que, en su momento, hizo la Secretaría de Relaciones con las Cortes, el Gobierno no tiene que someterse a las iniciativas de control de una Cámara que no le ha otorgado su confianza, aun cuando pueda tomar decisiones trascendentales como la de aprobar un techo de gasto que ningún Gobierno ya constituido podría enmendar ni modificar.

Aparentemente, esta Secretaría basó su dudosa tesis en un informe que habían elaborado los servicios jurídicos del Gobierno; un informe que lo que sí dejaba claro es que las Cámaras o sus comisiones podían reclamar la presencia de los miembros del Gobierno en funciones, aunque solo fuera con carácter informativo. En la pasada legislatura, no obstante, varios ministros en funciones se declararon en rebeldía y no acudieron a las comparecencias solicitadas en sus respectivas comisiones para dar explicaciones sobre sus departamentos (entre otros, Pedro Morenés, Jorge Fernández Díaz, Fátima Báñez o Ana Pastor, actual presidenta del congreso y de quien dependen los tiempos que maneje Rajoy para su eventual investidura). De hecho, en esta rebeldía se apoyó el Congreso para presentar, por primera vez en su historia, un conflicto de atribuciones ante el Constitucional, aprobado con el voto favorable de todos los grupos parlamentarios (exceptuando el Partido Popular y UPN).

Lo cierto es que ahora, en línea con su partido y con sus propias actitudes como ministra, era de esperar que Ana Pastor estuviera dispuesta a retorcer las normas para concederle a Rajoy la credibilidad que no tiene, pateando, sin rubor, la línea que separa al ejecutivo y al legislativo en un Estado de Derecho, e instrumentalizando a la Mesa a fin de prolongar una interinidad que sitúa al presidente en funciones al margen de la fiscalización del Congreso. Pastor ha resistido la presión de absolutamente todos los grupos parlamentarios que le han pedido que fije una fecha de investidura, negándose a fijarla obstinadamente. Parece que es de las que se apuntan a las delirantes palabras de Soraya Sáenz de Santamaría que, para justificar la técnica dilatoria-caraplasma-caradura que Rajoy utiliza para ningunear tanto a la población como al rey (otrora inviolable), llegó a decir que antes de la coherencia jurídica, estaba la coherencia política y la coherencia personal. Una afirmación que no se sabe si obedece a un golpe de calor, un trastorno mental transitorio, una grave confusión conceptual, o que ha de interpretarse como el brutal giro antidemocrático que se nos viene encima.

En fin, a estas alturas es meridiano el uso partidista que el PP ha venido haciendo y está dispuesto a hacer del Parlamento y de la soberanía popular; el modo en que instrumentaliza las instituciones a su antojo, y los mecanismos de control que Rajoy emplea para desgastar a sus adversarios políticos, a fin de allanarse el camino hacia una investidura que se presenta como inevitable en nombre de la sacrosanta gobernabilidad. España “necesita” un gobierno, insisten, cualquiera que sea, se entiende, y Rajoy es nuestro hombre.

Así que, hace unos días, persuadidos por esta misma idea, Ciudadanos decidió unirse con entusiasmo al club de los cínicos, y en lugar de exigirle a Rajoy su retirada inmediata para facilitar el gobierno de España, decidió regalárselo planteándole seis condiciones increíblemente pueriles, empaquetadas, eso sí, en un aire profundo y circunspecto de partido responsable. Y es que Girauta cree que hay que tragar lo que haga falta si con eso se garantiza, una vez más, la manida gobernabilidad, no importa si se te indigestan tus propias palabras, tu programa electoral, o la confianza que tus votantes han depositado en ti. El fin justifica los medios, como han sabido, de siempre, conservadores y liberales, y con eso queda todo dicho, que para algo tiene que servir ser un partido de “centro”.

En fin, el problema es que lo que PP y Ciudadanos entienden por gobernabilidad no se traduce más que en el mantenimiento sempiterno del status quo, y en esa identificación rampante entre gobernabilidad y estabilidad lo que se vislumbran son unos tintes abiertamente antidemocráticos. La gobernabilidad así entendida, y dadas las circunstancias, supone “resolver” la crisis institucional en favor una “minoría satisfecha”, asentada sobre el individualismo narcisista y la defensa de sus privilegios propios, y exige marginar o postergar, por el bien del país, a todos los que en este tiempo han mostrado la necesidad de efectuar cambios de profundidad en el régimen clasista que hemos heredado. A todos los que han luchado para democratizar nuestro sistema representativo, y por ampliar, y no reducir, el pluralismo político, la participación ciudadana y la justicia social.

Cuando la gobernabilidad es solo estabilidad y orden, a costa de cualquier cosa, se traduce en una variante del autoritarismo de élite con la que se contienen las aspiraciones político-sociales de corte popular (pónganse a la cola); se crean instituciones de control que acaban dando vigencia a valores como la moderación y la disciplina (pórtense bien); se refuerza la más rancia conciencia nacional e histórica (háganlo por la patria); y se filtran las demandas que “merecen” ser atendidas con la excusa de evitar la supuesta sobrecarga estatal en un momento de crisis económica (estos son los pedigüeños insaciables que provocan las crisis).

Detrás del mantra de la gobernabilidad al que aluden PP y Ciudadanos, lo que se esconde es esa idea liberal-conservadora según la cual el ejercicio democrático, en realidad, pone en peligro la estabilidad del sistema, pues el impulso de la participación popular provoca una dinámica inflacionaria y conduce a una situación del todo ingobernable. Por eso, desde esta perspectiva, la democracia se opone frontalmente a la gobernabilidad, y la gobernabilidad solo puede ser antidemocrática.

Para muchos de nosotros, sin embargo, no hay gobernabilidad ni puede haber estabilidad, sin un gobierno legítimo y profundamente democrático que se someta al control de la ciudadanía estimulando el debate intra y extra parlamentario. Un gobierno que incentive, como dice Habermas, “una cultura política ágil, móvil y aun nerviosa, […] una cultura política en constante vibración, […] una cultura política capaz de resonar”. Porque no hay gobernabilidad sin participación, apoyo social y rendición de cuentas. De manera que si un Gobierno obstaculiza y boicotea continuamente el trabajo y el control parlamentario no puede garantizar ni la gobernabilidad, ni el orden, ni la paz que necesitamos…más allá de la paz indeseable que reina en los cementerios.

Lamentablemente, la gobernabilidad que el PP reclama y que utiliza para presionar a sus adversarios de camino a la investidura, no es más que un soborno, un chantaje, un cheque en blanco y sin control democrático con el que pretenden garantizarse el inmovilismo total frente a su corrupción, sus recortes y su legislación represora. No hay duda de que la gobernabilidad es deseable para todos pero también está claro que, por suerte, no todos la entendemos de la misma manera.

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