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Prometer hasta meter

Desfile en el carnaval de Torrevieja.

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El carnaval es la segunda vida del pueblo

Mihail Bakhtin

No soy muy de carnaval, más bien nada, ni vengo aquí a defenderlo. Vengo por la enésima polémica moralista en torno a cuestiones que no deberían ser juzgadas, estas menos que ninguna, con el filtro de ninguna moral, porque ese es precisamente su sentido. Vengo por los que llaman viralidad al constreñimiento secular que las sociedades ejercen para controlar. Vengo por la literalidad ignara que se come los contextos. Vengo por la sociedad sin límites que se ha vuelto más pacata que la medieval. Vengo porque aburre tanta polémica y tanto llanto y crujir de dientes y rasgado de vestiduras y denuncias y fiscalías y querellas... y ¡váyanse a la misma mierda, oiga!

Arrancamos la temporada con la polémica –dícese del asunto que los medios creen que va a arrojar opiniones polarizadas y, por tanto, audiencia– del ninot en el que Puigdemont da por detrás a Pedro Sánchez. Que si es insultante para los socialistas, que si es ofensivo para los homosexuales porque los estigmatiza, que si es una pasada. Feo, a mí me parece feo, tout simplement, pero soy consciente de que su fealdad hortera es parte de su esencia carnavalera. Y me sale en pareado. Vino después no sé qué cántico de chirigota de Cádiz, alguna Drag de otro sitio y, la última adquisición, es la parte infantil de la comparsa Osadía de Torrevieja desfilando en un montaje que pretende criticar el putiferio de los políticos que están dispuestos a prometer lo que sea hasta que les metes en la urna la papeleta y, después, si te he visto no me acuerdo. Se lo achacan a todos: por eso llevan la bandera arcoíris, la del torito de España y unos letreros en los que se lee “me gusta la fruta”. La parte constituida por mujeres adultas de la agrupación carnavalesca, que desfiló a la vez, iba vestida de forma idéntica a las niñas o supongo que, por mejor decir, las niñas iban como sus mayores. Contexto, esto que les doy es contexto. 

Sigo. Esta misma agrupación, Osadía, en 2022 vistió a sus mujeres y a sus niñas de vírgenes bajo palio, de Inmaculadas, con sus mangas de azul de lis, sus coronas radiadas y sus bodys escotados con las cachas al aire. Entonces también la liaron. Fue el cura Pedro Payá el que, considerando que tal disfraz era una falta de respeto a los sentimientos religiosos, pidió que se les prohibiera desfilar. El Ayuntamiento, como ha hecho este año, hizo caso omiso. “Es lo que tiene la osadía, que es una línea muy fina, y quien se atreve a cruzarla asume los riesgos”, les espetó indignado el sacerdote. Y ahí los tienen, 2024, y cruzan con osadía otra línea, pero con contexto. Les podrá gustar más o menos, podrán decidir que ustedes no lo hubieran hecho pero no deja de ser un disfraz de carnaval. A menos que con el cura Payá les griten: “No llamen osadía a lo que es irreverencia”.

Ni que decir tiene que a los que ven una incitación a la pedofilia les remitiría a Mateo y les instigaría a que si sus ojos les hacen pecar se los arranquen. Es obvio que ni los padres de las niñas ni la agrupación ni la gente que la ve desfilar está pensando para nada en eso que, según vi en redes, comenzó a rular en videos parciales difundidos en Francia. El carnaval, como dejó escrito Bakhtin, es la segunda vida del pueblo, basada en el principio de la risa. El carnaval rechaza la moral de las clases dominantes de forma caricaturesca y grotesca: “El poder es rechazado de forma simbólica”. Durante el carnaval quedan abolidos la jerarquía, los privilegios, las reglas y los tabúes. La inquisición desatada en redes sobre la “hipersexualización de las niñas” no permite romper el tabú, se niega, y coloca una línea roja, como la coloca el cura, con un asunto que tiene también un punto de religioso, porque hay religiones sociales con voluntad de desbancar del trono a las teológicas. Las niñas no van disfrazadas de BDSM, van disfrazadas de mayores, porque son sus mayores, sus madres, sus vecinas, las que van delante vestidas exactamente igual. La agrupación carnavalera es un conjunto no disociable y en esa condición ganaron el premio al disfraz más divertido. Parece que en su pueblo nadie se escandalizó y fueron medios franceses los que lo hicieron por ellos. Luego mis adorados gabachos tienen concursos de minimisses, perfectamente sexualizadas, no para descojonarse de nada sino para ganar por su belleza. Hipocresía ambulante. 

El carnaval ataca a las convenciones sociales, a las de cada época, y ese es su único sentido. Por eso lo prohibió Franco, por más que dijera que era para acabar con los crímenes que a veces se cometían bajo la impunidad de la máscara. Hoy el carnaval es legal y hasta subvencionado e institucional pero no sólo se lo quiere limitar en el tiempo, como es tradicional, sino también en los espacios y en las temáticas. “El carnaval se convierte así en un fasto oficial más con sus normas y su moral a seguir”, escribe Umberto Eco sobre la falsa libertad contemporánea, “ así debe lograr una transgresión contenida por la corrección política, la ofensa judicializada o la intención de prohibir cierto tipo de disfraces”. El maestro siempre tan certero. 

Y luego reflexionen sobre el desastre de la moral universal impulsada por las redes sociales que, en vez de abrirnos un canal de libertad, nos lanza a la constricción social ya no solo de nuestros paisanos sino del país, el continente y el mundo entero, con sus diversas paranoias y sus tabúes eficientes. En Torrevieja nadie la lio, como tampoco la liaron en Valencia con el ninot de la sodomización independentista. En las sociedades a las que pertenece, la subversión del orden normal de las cosas se entiende, se capta su sentido de denuncia grotesca y de espejo deformado. Los censores suelen estar algo más lejos, lo que les hace más capaces de aplicar la represión, muchas veces sobre lo que no entienden.

A mí nunca se me hubiera ocurrido disfrazar a unas niñas de políticos emputecidos, que es de lo que parece que iban –ya les he dicho que no me gusta el carnaval–, pero es que tampoco hubiera paseado nunca una vagina de plástico o escayola ni hubiera rapeado según que cosas ni hubiera dado golpes ni quemado un muñeco representando a nadie. Por no hacer nunca quemaría una bandera ni pondría boca abajo ni foto ni libro alguno. Voy más allá, ni siquiera pondría un lazo amarillo o una bandera rojigualda en el balcón de mi casa. Pero soy consciente de que soy yo la que no haría tal cosa y, por tanto, asumo que los demás lo hagan si así lo desean. Las tormentas morales son el opio del pueblo. Mientras te agitas con lo inocente se te escapa lo relevante. Así ha sido y así será. 

No pretendo sentar cátedra, cada uno que piense lo que quiera. Pero no olviden que en el caso de Osadía mayores y menores van disfrazados iguales y que, desde luego, pueden considerar que al pensar el disfraz general deberían haber visto que no era adecuado para las niñas y hasta ahí llega la cosa. Ni Fiscalías ni denuncias de los Abogados Cristianos ni ministras de Infancia ni linchamientos civiles ni tontadas varias. Eso o prohíban los carnavales para que vuelvan a ser transgresores por vetados. Y no olviden lo de prometer hasta meter que, en el fondo, es de lo que querían hablar estas gentes.

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