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Protejamos a la infancia trans

Minuto de silencio en el Ayuntamiento de Sallent el pasado miércoles.

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Ya se ha escrito, y con buen tino, sobre la vergüenza de los titulares que hablaban de Iván como “una de las gemelas de Sallent”, sobre las durísimas consecuencias del acoso escolar, la discriminación experimentada en casa, en las escuelas, en la transfobia cotidiana. No es mi intención repetir los mismos argumentos, repetir palabra por palabra lo que ya se ha dicho. Quería señalar otra cuestión que parecemos haber pasado por alto y que impacta igual no sólo a las familias con menores trans del presente, sino a todas las familias trans del futuro. Es importante nuestra forma de nombrar las cosas, pero también el trato que inculcamos, cómo guiamos a quienes tienen dudas sobre qué hacer. Y el otro día me encontré, por casualidad, con una noticia que hizo que se me revolviera algo por dentro.

La editorial Deusto publicará, a principios de abril, un libro titulado Mamá, soy trans. Una guía para familias de adolescentes con conflictos de género. Un rápido recorrido por la sinopsis (no hace falta que nos detengamos a analizar pormenorizadamente las trayectorias de los autores) nos hará darnos cuenta de que no es un proyecto inocente de ayuda a padres y madres: el libro está dirigido para ti, dicen, “si te preocupa la exposición de tus hijos al contagio cultural de la fiebre transgenerista”; si quieres entender “la industria y el formidable negocio que se esconde tras estos problemas” o “las miserias de la autodeterminación de género”, “un problema que cada día afecta a más jóvenes”.

Ese es su campo semántico, esos son los conceptos que definen su realidad. Para ellos, no se trata de niños y jóvenes buscando expresarse libremente o manifestar quién son, sino de un contagio, una fiebre o una epidemia que hay que atajar lo antes posible; la diversidad no constituye en sus cabezas una virtud, sino un problema; sus vidas no son vidas autónomamente escogidas, sino pobres criaturitas cazadas por el malévolo mundo de la industria farmacéutica. Dicen escribirlo “desde la empatía, la cercanía y el más escrupuloso respeto”; el mismo respeto, la misma cercanía y empatía que llevan a emplear los términos del contagio social, a deshumanizar, a invalidar por completo las experiencias, a considerarse portadores de una verdad superior sobre cómo tienen que ser las cosas y a qué edad han de cercenarse las identidades.

Me había dicho que no iba a escribir otra columna más sobre lo trans. Es bien sabido que el tema me cansa. Pero no puedo evitar que, con esto, me sacuda cierta sensación de urgencia. Porque pienso en los padres bienintencionados que acudirán a una librería para saber qué hacer con una situación que no entienden, queriendo, como querría cualquier padre, asistir y ayudar a su hijo, deseando que no sufra. Pienso en cómo encontrarán en las estanterías un ensayo de apariencia amable y que parece querer responder a todas sus dudas. Y pienso en el infierno al cual sibilinamente conduciría un libro así. Porque, desde la protección de las infancias trans, nadie quiere imponer a esas infancias ninguna etiqueta, ni siquiera la etiqueta de trans, en estricta voluntad taxonomista, como quien mira el mundo y sólo aspira a que encaje dentro de sus casillas o de una hoja de Excel. Lo que se ansía proteger es que cada uno pueda sentir y vivir como quiera y sienta, sin exigir recorridos particulares o coartarlos, sin inducir a peligrosos pánicos morales. Atendamos a la diferencia planteada: entre considerar a quien duda o se tambalea un enfermo, un contagiado, un epidémico, y aceptar que hay algo positivo y rico en la duda y el temblor, saber que las vidas serán más felices si se deja que sean sin intentar doblegarlas. Porque el rechazo también engendra monstruos. Y no quiero ni plantearme qué sucederá con aquellos hijos que se encuentren con padres que, alentados por libros así, nieguen y coarten sus identidades, los aíslen, les impongan un relato injusto.

En su día, Janice Raymond dejó por escrito que la única manera de atajar el problema de lo trans era “exterminarlo moralmente”, forzar su desaparición. No dejo de decirme que nos hemos centrado demasiado en la discusión teórica y dejado de lado todo un mundo interminable de consecuencias prácticas. Lo que sucede tras un libro así no es un debate político, ni una guerra cultural, ni una batalla ideológica: es una cruzada contra la diversidad o un ejercicio de violencia contra la infancia. No podemos dejar que quienes aconsejen a los padres del futuro lo hagan alimentando sus miedos, incitando a que destruyan las vidas de sus hijos. La diversidad de la infancia no es una teoría: es un hecho que podemos tratar o bien desde la comprensión y la aceptación o bien a través del rechazo más visceral. Evitaríamos tragedias si no impusiéramos etiquetas a menores, si no los tratáramos como enfermos epidémicos, si no incitáramos al rechazo de sus padres. Actuar así no sólo es una tarea urgente: es también una de las pocas maneras de combatir el odio.

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