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Nosotros, el pueblo

Alberto Rodríguez, ante el Supremo, este martes

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"No hay peor tiranía que la que se ejerce a la sombra de las leyes y bajo el calor de la justicia"

Montesquieu

El Tribunal Supremo envida a la grande y anuncia órdago. Esta vez contra la Mesa del Congreso de los Diputados y la presidenta de la Cámara, Meritxell Batet. Aprovecho para mandarle fuerzas y coraje porque en esta época de batallas soterradas, de luchas por el poder encubiertas, de empoderamiento de las togas por encima de cualquier cosa y por debajo sólo de Dios, ya es hora de ir recordando que en una democracia Dios sólo existe en forma de Soberanía Nacional. El pueblo es Su Señoría, no sé si entienden sus señorías. Y tanto que claman por Montesquieu, no olviden nunca que cuando numeró sus poderes, del primero al tercero, no lo hizo por capricho. El Primer Poder en un estado democrático es el emanado directamente del pueblo, la sede de la soberanía popular, el legislativo, el Parlamento, sí, esa cosa que las gentes eligen directísimamente. El Primer Poder es el poder por excelencia, el poder irrenunciable, el poder democráticamente divino. El Tercer Poder, entiéndanlo, es una forma de hablar, el no poder según el propio Montesquieu que señala y nombra al Poder Judicial como tercer poder y, además, como el no poder en el sentido de que es un contrapeso imprescindible pero no un poder en pie de igualdad con los otros, habida cuenta de que no emana directamente de la sacrosanta soberanía popular. “La formule de Montesquieu pour qui le juge n'avait pas de pouvoir par lui-même. Son pouvoir était en quelque sorte nul”, por favor, lean a los estudiosos en lenguaje original. El no poder, ese es el tercer poder.

En España se nos ha puesto estupendo y ya no sólo no es el no-poder sino que apunta con ganas de independizarse de todos y no ser el tercero sino el único. Es el problema de dejar hacer cuando nos parece que es útil. Primero fueron las modificaciones legales para impedir que miembros de ETA condenados sin sentencia firme se pudieran seguir presentando a las elecciones u ostentado representación -lo cual ya era un sapo- y después vinieron los catalanes, que también eran rebeldes peligrosísimos con los que todo cabía, si era por guardar el reino. De aquellos polvos ha llegado el mensaje de que cualquier condena penal, de la índole y gravedad que sea, sirve para arrebatarle el acta a un electo y, de ello se sigue que, si consigues una condena leve contra cualquier diputado puedes arrebatarle el mandato que las urnas, el pueblo, la soberanía nacional le dieron. Y eso, señores, en democracia merece una vuelta. 

El caso del diputado Alberto Rodríguez, sea del partido rastas o del engominado, es proverbial y aplaudo desde aquí que el Congreso no haya entrado en el juego previsto de dejar que una Junta Electoral -en periodo no electoral y con miembros designados por los partidos, que ya hemos visto a qué mayoría pertenecen- tenga el placer de llevar a destino el objetivo fijado: arrebatar al diputado su sacrosanta acta. Sí, señorías, tan sacrosanta o más sacrosanta que su toga y eso es lo que no terminan de entender. Ustedes pueden ser la pera pero un diputado, directamente, es la repera. Ya me entienden. 

De manera que un pleito viejo y abandonado de la Justicia, que ya existía cuando a Rodríguez se le votó ( y que reconocen al aplicar la atenuante cualificadísima de dilaciones indebidas) y una condena de chichinabo, no puede servir para desbaratar el mandato popular de un diputado. Miren, que uno de los suyos recibió un trato magnífico por conducir borracho, una multa aún mayor y retirada del carné, y de ahí se fue inmediatamente a la Audiencia Nacional a juzgar personas. Ahora no, ahora pretenden que una discutible sentencia -dos miembros nos dicen que el in dubio pro reo era lo menos que podían haber aplicado- dictada años después de un incidente, le cueste la representación popular a un diputado. 

Lo hicieron con los catalanes y ya me pareció indignante. Un acta otorgada por la representación del pueblo no se puede quitar como se aventa la caspa del hombro negro de una toga. Tiene un significado bien profundo que me preocupa que no respeten ustedes reverencialmente. Esto es muy serio. Primero, porque su condena a Alberto Rodríguez se trastoca en multa obligatoriamente -no recoge el Código Penal la imposición de penas de prisión menores a tres meses- y la suya es de nuevo cuño, de un mes y días. En segundo lugar, porque lo inhabilitan para el derecho de sufragio pasivo por ese tiempo pero resulta que en mes y medio no va a haber elecciones y, por tanto, no podrá presentarse le dejen ustedes y no. Por eso hay que introducir la figura de la “inelegibilidad sobrevenida” que después de una finta y un salto al vacío intelectual quieren convertir en una obligación de perder la representación que ya se obtuvo, ojo, cuando los electores ya sabían que existía ese pleito insignificante por el activismo del votado, ese que precisamente quisieron llevar a representarles. 

No pueden pensar que pueden desposeer de sus actas a los representantes del pueblo a troche y moche. Esa “inelegibilidad sobrevenida” es una construcción que algunos dieron por buena cuando les parecía que vascos y catalanes malos merecían el castigo. La lectura gramatical del precepto de la LOREG nada dice de eso. Sabrán ustedes de leyes, pero no nos van a volver locos leyendo en ellas lo que no dicen. Los efectos de la inelegibilidad obrarán cuando haya elección. Así que, si me apuran, el Reglamento del Congreso y su Mesa podrían acordar que no acudiera a la Cámara durante el mes que está suspendido pero pretender que eso sirve para arrebatarle el mandato imperativo recibido del pueblo, es no entender de que va la democracia. Sus excelencias sólo podían condenar -así fuera sin aplicar el imprescindible in dubio- a Alberto Rodríguez a la pena de multa pero le añaden una inhabilitación para presentarse a elecciones que, además, exigen que se convierta en una pérdida de su acta. 

Hacen bien los letrados de Cortes -a los que ustedes, como hermanos jurídicos en la dureza de una oposición de la pera, respetan- en afirmar que no hay motivo real para proceder a algo tan drástico en democracia como es cercenar el mandato popular de un diputado. Repito, señorías, un diputado es una deidad en democracia y, sí, mucho más que un juez, que no deja de ser un funcionario al que la Administración le ha dado una plaza sin ningún respaldo de la soberanía popular. Nosotros, el pueblo. Recuerden. 

Así que, como no le ha gustado al Tribunal Supremo que el objetivo final de su injusta sentencia, que no era otro que largar del Congreso al de las rastas, no haya funcionado, se lo han tomado de nuevo como un duelo de poderes. Espero que no se les pase por la cabeza procesar por desobediencia a la Mesa del Congreso, ya lo hicieron con el Parlament y fue inaceptable, pero todo el mundo calló. Si pretenden echarles un pulso a nuestros representantes, al pueblo en realidad, espero que se lo piensen antes. Jueces hay en todos los sistemas políticos, pueblo y soberanía, sólo en los democráticos. 

Nosotros, el pueblo.  

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