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El rol de la fama en la Era de la estupidez

La presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso.

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Si alguna virtud tiene Javier Milei, el presidente electo de Argentina, es que no ha mentido demasiado a sus votantes. Ha sido de los pocos en contar cómo iba a despojar a los ciudadanos de derechos y pertenencias. Dado que el país iba mal –y eso es cierto, por culpa de dirigentes anteriores como su principal asesor Mauricio Macri sin ir más lejos– se trataba de tomar medidas drásticas. “No hay plata”, dijo, no hay plata para todos, le faltó concretar. O no toda la de que algunos quieren hacer acopio. Así que se prescinde de los más desfavorecidos para que vivan los otros, muchos de ellos a cuerpo de rey. Prescindir en el más exacto sentido de la palabra. Y millones de víctimas le votaron.

Otros dirigentes mienten como si tuvieran en lugar de boca una máquina expendedora de falsedades. Trump o nuestros Ayuso y Feijóo están en la cumbre de esta práctica. Entre otros. Sus trolas, sin embargo, son tan burdas -ya saben- que se ven a la legua a poco interés que se tenga. El principio de la “burdez” –para entendernos– tiene ese punto de desfachatez que implica una cierta burla del engañado, su culpabilidad implícita por tragar lo intragable. Es como el timo de la estampita. De ahí que se dé más en tiempos de estupidez. Y vivimos en una de sus épocas de mayor esplendor.

Hay que ser dueño de unas tragaderas profundas para pensar que con todo lo que amenazaba Milei con hacer iba camino de resolver los problemas de la sociedad. A Donald Trump le han comido de todo con apenas extender la mano, hasta que hubo fraude en las elecciones que le desbancaron o que es inocente de sus corrupciones y víctima de un complot. 

A Feijóo, tan irrelevante, apenas nadie se molesta en desmontarle sus abundantísimas trolas, aunque en realidad nadamos en un mar tan tiznado de “bolazas” de mugre pura y dura que ya casi no se distingue el agua limpia. Que la hay, sin duda, pero distrae a quienes no desbrozan la mentira de la verdad.

Su feudo gallego anda en problemas. Una nueva torpe gestión de un vertido (de plásticos en esta ocasión), plagada de encubrimientos, dilaciones e incompetencia de la Xunta se extiende por sus costas y ya por las de Asturias. camino de Cantabria y el País Vasco, comunidades que han activado ya la alerta. Otro desastre, tras el Prestige. Entonces, hace dos décadas, el PP fue el partido más votado en las elecciones gallegas que le siguieron –aunque el gobierno se formó con el acuerdo de PSdG y BNG–. Por poco tiempo: después llegó Feijóo con cuatro mayorías absolutas. Y ahora, con la crisis de los “pellets”, las encuestas solo hablan de que podría perder la mayoría absoluta.

Lo de Ayuso es otra división, sí. De lo más grueso hasta ahora (muerte en los geriátricos, aparte) ha sido gastarse 170 millones de euros, triplicando con creces el presupuesto firmado, en hacer un inservible hospital en la pandemia mientras los de verdad sufrían graves restricciones para funcionar.  Lo último, por ahora, es montar un Plan Vive –nada menos que “Vive”– de vivienda social y darle la concesión a un grupo controlado desde las Islas Caimán que construye y gestiona casi la mitad de los pisos del plan de alquiler. Algunos al “módico” precio de 1.000 euros mensuales. ¿Y qué me dicen ustedes de esos 314 millones más de intereses de la deuda que pagó el Gobierno de Ayuso en 2022 por financiar Madrid al margen del Estado?

¿No se dan cuenta sus entusiastas votantes de que Ayuso es en realidad la gran gestora de negocios privados sin demasiado principios éticos, a costa de nuestros impuestos? Al margen de su chulería y su forma de violentar la verdad, está claro que su política no se dirige al bienestar de todos los ciudadanos. Y es que no es cierto que crezcan arboles frutales con el elixir del alimento eterno por poner bloques de hormigón al lado y dar concesiones a las grandes constructoras. ¿No lo ven? Pues así vienen a explicar las bondades del capitalismo que se autorregula.

Andamos buscando la raíz de tanto desatino. No relacionar hechos con consecuencias es la clave misma del razonamiento, el ABC de la lógica humana. Ya hemos hablado en otras ocasiones sobre la estupidez que se define como la forma de obrar en contra de los propios intereses. Pero es más, hay que atender a los porqués y los cómos.

Escribía Juan Tortosa en Público sobre los caladeros del fascismo y de “un perfil que no para de crecer: jóvenes que votan a Vox porque les incomoda el feminismo o andan convencidos de que los inmigrantes les quitan el trabajo”. Está muy extendido este doble motivo. Y sin duda es fruto de la ignorancia, de la falta de cultura y de un tosco egoísmo.

Una ola de falsas comodidades ha restado el valor al esfuerzo y la búsqueda. Y a la vez no es real y menos cuando se vienen sucediendo las crisis, desde la pandemia o las guerras a los profundos daños del capitalismo salvaje. ¿Quién ha podido creer como cierto que la búsqueda del lucro personal pisoteando a quien sea puede hacer funcionar la sociedad mejor que una gestión equitativa de los medios?

No son hechos nuevos. En la famosa carta de Keynes a Roosevelt (dos peligrosos “izquierdistas” como se verá), el fundador del capitalismo moderno (y humano) le dijo al presidente de los EEUU: “Usted acaba de convertirse en fideicomisario de aquellos que, en todos los países, tratan de arreglar los males de nuestra condición por medio del experimento razonado y dentro del marco del sistema social existente. Si fracasa, el cambio racional se verá gravemente perjudicado en todo el mundo y lo único que quedará será una batalla final entre la ortodoxia y la revolución”.

Asomaban ya por la puerta Hitler y todos los fascismos. Sentaba sus reales en la URSS el comunismo totalitario. La política terminaría por reaccionar. Sin más remedio. Hoy todo es peligrosamente distinto.

Pero es que ni se tocan temas medianamente profundos. No, apenas, en los medios de los que bebe la gran mayoría de los ciudadanos. La sociedad del espectáculo esta creando monstruos. Manipuladores de precisos objetivos dictan doctrina involucrando a la sociedad a que participe con su odio pero lo haga: compre y venda. Y la “Agenda”: se habla de lo que se busca primar en la actualidad del día. Episodios que no tienen tanto que ver con el fondo como con montar controversia. Un doble rasero descomunal: falsarios en piñón fijo mediático a ver cómo se pifia la legislatura por acuerdos indebidos y que han cedido y callado en imponer la anulación de la violencia machista como concepto, a un torero fascista como vicepresidente de Valencia u otro espécimen similar al frente de las Cortes de Aragón, entre otros muchos.

TVE anuncia un nuevo programa, para esta misma semana, basado en exprimir la fama de algunos sujetos que la tienen: Famosos al horno. O al pilpil o vuelta y vuelta. Lo mismo cocinan, que cosen, canta y bailan, que dan opiniones políticas que son recogidas por medios a su altura. Los comentaristas famosos se comen a sí mismos para engrosar su popularidad. Un factor que depende de quiénes están en las claves de cada círculo de la fama. Fuera de los códigos conocidos, hay mucha gente que ni sabe que existen tales famosos.

Milei, como Trump o Ayuso son productos del marketing de la fama. Si se dedicaran solo a cantar o cocinar tendrían menos peligro, pero gobiernan, gestionan asuntos de envergadura para la colectividad y sus catástrofes se pagan muy caras. Las pantallas diversas –teles, dispositivos móviles– son la vía de contagio del virus de la fama, a menudo inmerecida. Un perfecto caramelo envenado.

No es lo mismo fama que éxito, relevancia o prestigio, aunque a veces sean términos que se confunden. En las reuniones de científicos, hasta de premios Nobel –el profesor Grisolía juntaba en Valencia cada año a una veintena de ellos–, no hay portadores de micrófonos preguntándoles qué han desayunado o qué opinan del gobierno. Ellos transitan sin que nadie se vuelva a mirarlos. No los conocen. Los medios no difunden su imagen, ni lo que es peor: su trabajo, que en muchos casos ha cambiado la historia de la humanidad. En Valencia, por ejemplo, conocí al descubridor de la Resonancia magnética, al mexicano que encontró el agujero de ozono o a Joseph Stiglitz, uno de los pocos economistas no neoliberales con el galardón. Muy asequibles hasta para charlar sin más.

Y es que aún queda asombrarse de otro programita de la televisión pública buscando el español “mejor de la historia” en unos sacos tan heterogéneos que mezclan castañas con diamantes. Todo a juego.

Esta sociedad que consume sin tino, dirigida, dócil, y sin criterio, tiene y sigue a los dioses que merece. Vive el momento; a tragos cortos. Nace cada día sin memoria. En cada parcela, hasta la más inadvertida. Todo icono refleja a la sociedad que lo crea. Muchas buscaron –desde los griegos– armonía, equilibrio, perfección. El siglo XX se inicia con una explosión de creatividad y rebeldía. La misma que –algo más ingenua– impregnó los sesenta, exuberantes y coloridos. Buena parte de los mitos de hoy son de plástico, artificiales, sin surcos ni matices –operados, alisados, estirados incluso—, vulgares, para parecerse quizás a la sociedad a la que representan. Quizás es esto lo que ocurre. Una sobredosis de tosquedad y de aburrimiento profundo. Y, para colmo, nadando entre mentiras.

Cualquier tiempo pasado no fue mejor, ningún salvoconducto con más posibilidades a la esperanza que la vida que palpita en el presente y se abre al futuro. Pero confiemos las cosas serias al menos a seres auténticos, con carne y peso, estimulantes, que no avergüencen, que inviten a avanzar.

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