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Mucho, mucho ruido

Un hombre consulta su móvil durante un evento digital.

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En estos tiempos la voluntad de descansar y desconectar se ha convertido en algo extraño. De hecho, en estos tiempo, muchísimas cosas nos parecen sorprendentemente extrañas. Tanto, que nos vamos acostumbrando a una realidad cada vez más local y aislada. Y con local no me refiero al espacio físico, sino al espacio virtual. Elegimos con quién hablar y a quién callar. Nos acostumbramos a que cuando queremos saber algo que no sepa Google nos lo resuelva otra persona de inmediato. Y hemos perdido nuestro mapa del espacio terrestre para convertirlo en una lista sinfín de anuncios en Google Maps. No me quejo. Tengo la sensación de haber sido tecnófoba durante muchos años, pero no me quejo.

A esto hay que sumarle la rapidez, que mengua nuestra capacidad de comprensión, análisis, comparación y voluntad de diálogo; y, sin duda alguna, aumenta la crispación. La derecha lo está usando a su favor; pero a la izquierda parece rebasarla, a menudo, por ineptitud. ¿Por qué ocurre así? ¿Por qué la derecha es mucho más estratégica y la izquierda no apoya sus proyectos en estrategias sino en ideologías y compañeras/os? Sé que es una frase contundente, pero sucede así.

De modo que nuestra nueva relación espacial con el mundo, las prisas y las estrategias de la derecha lo están reconstruyendo todo. Y todo, hoy, es mucho. No soy fatalista. Ni me quejo ni creo que pasará lo peor. Confío profundamente en el ser humano y en nuestra necesidad de seguir con vida y en el impulso de los más jóvenes y en el amor y en el lenguaje y en muchas cosas maravillosas y efectivas que hemos construido juntas, juntos. Pero el ruido a veces es ensordecedor hasta el punto de hacernos olvidar quiénes somos. Y aquí sí que existe un riesgo, francamente peligroso, de desmemoria. De olvidarnos de quiénes somos y qué queremos para encajar en una sociedad ya no líquida sino casi brumosa. Durante muchos años a esto le hemos llamado 'vender humo'. Hoy la consigna es otra. En las grandes multinacionales y las bestias carnívoras de las redes sociales, como suele decirse, si no se vende un producto es porque el producto somos nosotros. Así que no es que hayamos dejado de plantearnos la dicotomía amo-esclavo de Hegel. Es que nos estamos vendiendo sin que nos importe: esclavos, esclavas de las grandes corporaciones mediáticas que nos dan humo a cambio de nuestros datos; de la rapidez que nos impide detenernos para darnos cuenta de que el humo sale de nuestros cuerpos; y de una estrategia política internacional y efectiva que está cambiando no solo nuestra percepción del mundo y la política, sino de nosotras mismas, nosotros mismos. Que a veces, increíblemente, también tenemos esta sensación de ser humo. No lo somos.

Somos seres vivos llenos de capacidades y deseos, nuestros cuerpos por dentro están llenos de colores (literalmente, asómense a las revistas de ciencia), nuestra curiosidad parece exhausta pero sigue viva, nuestra apatía es un escudo absurdo que no nos protege de nada (y en todo caso nos aleja de quienes en verdad somos) y la ira, las teorías conspiratorias, las auténticas conspiraciones (que haberlas, hailas), la desesperación, el hartazgo político, la soberbia para resumir nuestra sociedad en 'es que la gente es la hostia', la falta de pudor, la casi convicción de que mostrarnos públicamente como alguien con más recursos y una vida lujosa (que es falsa) es un ejercicio de democracia y la negación de nuestra capacidad de reacción es ruido. Mucho, mucho ruido. ¿Hagamos algo? Callemos a ver qué se escucha. Quizás así recordemos que nuestras vidas y nuestros cuerpos son sagrados. Diga lo que diga el Twitter, el extraño enfermo que preside los Estados Unidos o los bancos; por poner tres ejemplos a mano. Silencio, descanso y memoria. Para recordarnos infatigablemente que somos seres vivos y vidas únicas y por lo tanto sagradas; eso somos.

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