El síndrome Robinson y el fin del Podemos impugnatorio
Los trabajadores de las refinerías paran. Las gasolineras no tienen servicio. Francia se levanta en manifestaciones contra Emmanuel Macron. Los sindicatos utilizan su fuerza impugnatoria, que es empujada por Jean-Luc Mélenchon desde la oposición, utilizando el poder del descontento y la carestía de la vida para desgastar el gobierno ultraliberal de las élites. El sueño húmedo de Podemos, ser hoy Mélenchon. Pero ellos son Gobierno, no se puede impugnar desde dentro. Decía Walter Benjamin que los movimientos revolucionarios se nutren de los esclavos, pero no de los liberados. La izquierda necesita canalizar el desencanto de los enfadados, pero eligió su lugar al entrar en el Gobierno, mejorar la vida de la gente de manera concreta, aunque parcial, y ya no hay marcha atrás. No hay manera de construir un proyecto disruptivo desde dentro del Gobierno apelando a la subida del SMI, las medidas de protección social o el incremento de las pensiones. El éxito de las medidas es el fracaso del proyecto impugnatorio. Ese momento ya pasó y toca reconstituirse adaptándose a las decisiones tomadas en el pasado.
La realidad actual dicta que Podemos cometió un error que no pudo anticipar. Realizó una lectura coyuntural y no de tiempo histórico y entregó todo su capital político a la entrada en el Gobierno para continuar con uno de los legados que la cultura comunista había otorgado al proyecto emancipador del que forma parte. Apostó todo a su papel como elemento primordial de la inmersión en la profundización del estado del bienestar, un motor que empujara a su compañero de coalición a avances de progreso que de otra manera no se habría planteado. Es un partido de impugnación y no sabe vivir al otro lado de la trinchera. Necesita antagonistas, aunque sea fabricándolos en sus propias filas. Manuel Vázquez Montalbán alertaba del ensimismamiento de la izquierda y prevenía de la adopción del síndrome Robinson: “Estas izquierdas no metabolizan lo nuevo y deberían dejar paso a una catarsis de arriba a abajo que permitiera sublimar nuevas formaciones y nuevos dirigentes no contaminados por el síndrome Robinson: hacerse cabañas con los restos del naufragio”.
La consciencia del fin de ciclo para una organización que cambió la política española reciente le ha hecho adoptar una estrategia de cálculo interesado, que es la de esperar una larga etapa de restricciones construyendo ese refugio con los restos del naufragio propio y las tablas robadas al proyecto venidero. En una metáfora trágica de la crisis climática, prevén un largo chaparrón y no hay techumbre para todos, los números no suman, así que hay que hacer acopio ante una larga temporada húmeda, dejando a los otros compañeros de viaje a la intemperie olvidando el lema partisano de que no se deja a nadie atrás, aún menos a los heridos, que provocará un ciclo de inflación y crisis económica.
Vienen tiempos de salidas individuales. Podemos ha elegido gritarle a la lluvia por mojarle en vez de ponerse a resguardo y buscar la manera de protegerse de las inclemencias del tiempo. Los hechos naturales no se discuten, se aceptan y te proteges de ellos, del mismo modo que el orden capitalista burgués, está, lleva estando desde que la izquierda eligió lugar en la Asamblea francesa y se le combate con las pocas armas que la izquierda ha tenido. El problema radica en los liderazgos que, al encontrar una salida individual, sublimando el concierto neoliberal, parece que han elegido desistir, rendirse, bunkerizarse y morir esperando el apocalipsis colectivo una vez asegurado cumplir con su tipo de interés, en vez de reconstituirse para pelear contra los elementos existentes, como siempre ha hecho la izquierda.
Los nuevos tiempos son inciertos. Claudicar ante un humor reaccionario solo puede deberse a una posición personal de seguridad. No hay nada escrito, ni mucho menos que en el próximo ciclo electoral la derecha y la extrema derecha serán las que rijan nuestras instituciones. España no es Italia, no tiene por qué serlo si ponemos los intereses colectivos por delante de los individuales. El derrotismo es un pecado contrarrevolucionario cuando viene de aquellos que hasta hace solo unos días eran los responsables de liderar los designios de la izquierda española. Liderazgos que han decidido quemarlo todo para perpetuar una estructura formal que pueda conservarse imperturbable, como un molde yermo pompeyano, que pueda ser estudiado por los arqueólogos de la política futura como un ejemplo de éxito. Ya no quedan símbolos que adorar, los que fueron ejemplo se han convertido en antagonistas del interés común en aras del pecunio.
Decía Manuel Vázquez Montalbán: “Si esos militantes se amurallan precisamente en el momento en que caen los muros, no tendrán otra salida que la nostalgia o el rencor ante la sensación de estafa histórica. La historia no ha sido ni como la esperaban ni como la merecían”. La utopía nunca es como la idealizábamos, los sueños de cambio que nacieron en una plaza se han tornado meros constructos de reformismo realista, y eso está bien, los tiempos de impugnación son frágiles, cortos y con carácter corrosivo para los espíritus que los vivieron con ansia de liberación. De esa sensación de fracaso solo puede salir desánimo o animadversión y la izquierda no construye desde el odio. No sabe hacerlo, necesita camaradería y comunión. Hector Abad Faciolince narraba el rencor como una enfermedad mental de la que era preciso despegarse para que la convivencia arraigase con ciertas dosis de olvido para evitar que los conflictos se enquistasen. El resentimiento no puede ser una herramienta de transformación en tiempos de repliegue impugnatorio.
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