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El sistema está gripado y nadie lo sabe arreglar

Pedro Sánchez recibe en el Palacio de la Moncloa a Pablo Iglesias el pasado 7 de mayo.

Carlos Elordi

Todo apunta fatalmente a que habrá nuevas elecciones. Hoy por hoy, y las últimas declaraciones de unos y otros lo confirman, un acuerdo entre el PSOE y Unidas Podemos parece imposible. Lo mismo que la abstención del PP y/o Ciudadanos que evitaría el apoyo indirecto de los independentistas catalanes a Pedro Sánchez. Lo malo es que la repetición electoral no va cambiar sustancialmente el actual panorama político. Porque lo que está fallando es el sistema en sí mismo. No tanto las normas que lo regulan, sino la condición de los partidos políticos que le dan vida. Buena parte de ellos son caricaturas de lo que deberían ser en una democracia. Y con esos mimbres hay que poco que hacer.

Cualquier comparación con épocas pasadas desde la transición lleva a la melancolía. Gustara o no gustara cada una de ellas, en las etapas de Felipe González, de José María Aznar, de José Luis Rodríguez Zapatero, incluso en el primer tiempo de Mariano Rajoy, la política tenía un sentido, estaba anclada en relaciones de fuerza claras, en torno a las cuales se colocaban los distintos actores. Y más allá de la demagogia, que siempre la hubo, aquí y en todas partes, había una cierta seriedad, un compromiso con el papel que cada uno desempeñaba en la partida.

Hoy no hay nada de eso. Hoy hay más que una pelea, en la que se usan todas las armas, incluso las más indecentes y amorales, por ocupar un espacio. Sin proyecto alguno o con proyectos que son meras fachadas por irrealizables. Y quien osa avanzar en el camino de configurar uno es machacado por los demás. Porque no pueden permitir que alguien lo haga bien. Porque sacaría demasiado a la luz las carencias de los otros.

El espectáculo de la última semana es revelador del profundo deterioro al que han llegado las cosas. Vox ha sido de nuevo el protagonista de la actualidad. El partido que se suponía que venía a dar la vuelta a la tortilla, al menos en la derecha, se ha convertido en un rompe pelotas que bloquea los gobiernos de Murcia y de Madrid sin sacar nada a cambio y que está condenado a cambiar de actitud dentro de pocos meses. Y su antagonista en esa pelea, Ciudadanos, es el que decía que iba a ser el reformador del centro-derecha español y que ya no es capaz más que de ser otro tocador de narices. Sin proyecto, en crisis interna y con un líder enrabietado por sus sucesivos errores y fracasos.

Los medios, salvo alguna honrosa excepción, son incapaces de hacer algo más que seguir la crónica de esa y otras ridículas peleas. Reducidos a la mínima expresión orgánica tras casi una década de grandes recortes de plantillas, expulsados de su seno a buena parte de sus mejores profesionales, los más independientes pero también los más caros, se dedican a ir detrás de las noticias que les ofrecen los gabinetes de comunicación de los partidos. Tal y como vienen, sin darles una sola vuelta, sin profundizar en ellas ni contextualizarlas. Y los comentarios de las tertulias son casi siempre la confirmación de lo obvio o simples mensajes preelaborados en las maquinarias de los distintos partidos.

La prensa ha dejado de ser un el actor de primera en la escena política. Su papel está cada vez más limitado al del cotilleo. Y es cada vez más inane. Más prescindible. Siempre respetando las excepciones, sí, sirve para las campañas que se organizan fuera de ella. Convierte sus eslóganes en leitmotiv obsesivos de los que pocos ciudadanos pueden protegerse, haciendo irrespirable el ambiente, pero si aportar nunca nada, confirmando que las ideas, cualquier idea, ya no son cosa de los medios, cuando menos de los grandes. La crisis catalana es el mejor ejemplo de ello: ¿cuántas veces un medio recuerda que casi el 50% de los catalanes vota independentista y que más del 80% de los alcaldes elegidos en mayo pertenece a ese ámbito?

Faltos de ese que fue siempre un importante referente crítico, los políticos tienen mucha más libertad de movimiento. Solo tienen que preocuparse de que un rival no lleve a un medio una “exclusiva” que les hunda. Tampoco tienen que inquietarse de que en el parlamento alguien les saque los colores, porque el Congreso y el Senado están muertos políticamente, se limitan a ser órganos de gestión, a la espera de que alguien los reviva.

Recordar lo que ocurría en el pasado, que por cierto nunca fue de color rosa, no significa añorarlo. Tal vez algo en el caso de la prensa y de la vida parlamentaria, aunque no la de ayer, sino la de hace unas décadas. Pero no en lo que se refiere al bipartidismo. Que murió porque tenía que morir. Arrasado por la crisis económica, que le privó de su gran justificación, la del avance social y económico, aunque fuera con altibajos. Y por la corrupción, el indicador más claro de aquel mecanismo estaba condenado.

Lo malo es que el multipartidismo no funciona para garantizar la necesaria estabilidad política. Ese objetivo no existe en la mente de la mayoría de los dirigentes, aunque sería muy importante para ellos , no por razones de principio o morales, sino porque revierte en beneficio del futuro de todos los partidos. No se puede estar en permanente campaña electoral, que es en lo que estamos desde hace cinco años y en ello vamos a seguir. Pero para cambiar de registro, además de tiempo para habituarse al nuevo modo, haría falta que nuestros políticos, al menos unos pocos, fueran algo más brillantes, tuvieran algo más de peso.

Por el contrario, en política, cada vez más, sólo tienen cabida los mediocres, gentes que sólo saben repetir bien los discursos previamente acordados y si es con mala uva mejor.  Recientes episodios, el de Toni Roldán en Ciudadanos y el de Pablo Bustinduy en Podemos, sugieren que cada vez va a ser más difícil que cuadros bien preparados y con ambiciones genuinas se sientan atraídos por este mundo.

En el que manda, sobre todo, la necesidad de supervivencia. Los ridículos bloqueos de Vox en Murcia y en Madrid sólo responden a eso, aunque todo indica que el futuro de este partido es más bien negro y que la temida repetición electoral podría darles la puntilla. Pablo Casado está en las mismas: aunque en las últimas elecciones ha respirado un tanto, los problemas de su partido siguen siendo enormes y su futuro comprometido. Ciudadanos está abocado a un revolcón de grandes dimensiones, a menos que haga algo. Como, por ejemplo, cambiar de líder. Algo que se antoja difícil a menos que antes el partido sufra un revolcón electoral.

También Podemos está inmerso en graves problemas de futuro. Lo reconocen sus líderes cuando argumentan que sólo entrando en un gobierno en coalición con los socialistas podrían evitar que el declive vaya a más. Y aunque parezca que el PSOE es el único que no tiene problemas, esa es una impresión falsa. Cualquiera de las minas que hay colocadas en su horizonte, una recesión económica o que Cataluña estalle tras la sentencia, pueden colocarle en serias dificultades. También por eso Pedro Sánchez no va a hacer muchas concesiones a Pablo Iglesias.

O sea, que elecciones en noviembre. Parece claro que los partidos ya no pueden ofrecer otra cosa. Pero quién sabe. En dos semanas puede haber milagros. 

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