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La soledad del ciudadano de fondo

Miguel Roig

Ayer llamé por teléfono a la Casa del Libro de la calle Alcalá de Madrid para preguntar por un título que necesitaba para un trabajo que tenía entre manos. Después de conversar con la máquina y rechazar múltiples opciones esperé que alguien me atendiera mientras ‘todos los operadores estaban ocupados’ y emitían tantos anuncios o más que en Carrusel Deportivo. Finalmente, me atendió alguien en directo y me dijo que tenían un ejemplar del libro que requería; respondí, entonces, que iría a comprarlo pero el empleado me sugirió que no lo hiciera: en 45 minutos, me dijo, recibirá un sms nuestro confirmando que, efectivamente, el ejemplar está disponible. Me resigné y le di mi número de móvil. No entiendo cómo no podía desplazarse diez metros y verificar esa información pero ya digo, me sometí pasivamente al sistema.

A la hora, como necesitaba el libro para trabajar y no había recibido ningún mensaje, salí hacia la librería. En el mostrador, le comenté lo que acabo de narrar a una chica quien me pidió mi número de móvil. Después de consultar el ordenador me respondió: su pedido no está registrado y me indicó que fuera a la sección de sociología, una planta más arriba y mirase si el título está allí. Subí y, efectivamente, lo encontré. Pagué y volví a casa a trabajar. Esto fue a la mañana. Por la tarde recibo un sms en el que se me informa que el libro no se encuentra en existencias y que en breve contactarán conmigo para darme otra opción. Horas después recibo una llamada en la que una teleoperadora me pide disculpas por no disponer el título requerido y me pregunta si me puede ayudar a buscar alternativas. Le contesto que conozco la razón de que no dispongan del libro: a pesar de que me llevó más de una hora trasladarme a la librería después de hacer la primera consulta, yo llegué antes que el sistema a la balda y cogí el libro, por lo cual, al ir alguien a comprobar su existencia éste ya no se encontraba allí y con respecto a la alternativa, se lo agradecí argumentando que no es lo mismo Eva Illouz que Jacques Rancière aunque los dos estén en la misma sección. Pareció comprenderlo.

El día anterior (los hechos ocurrieron como los cuento aunque parezca ficción), me vi obligado a posponer un viaje con lo cual entré al sitio digital de Renfe para devolver unos billetes a Gijón. Seguí todos los pasos que me iba indicando la página hasta que al llegar el instante en el que la operación se debía concretar, un mensaje me advertía que por alguna razón en ese momento no se podía llevar a cabo la devolución: inténtelo más tarde, sugería. Lo intenté una docena de veces durante la jornada hasta que al final, harto, me acerqué a la estación de Atocha y en una ventanilla, entregando los billetes impresos, me reembolsaron el importe en la cuenta de la tarjeta con la cual había pagado inicialmente la compra. Comentándolo con una amiga, esta me dijo que le había ocurrido algo similar.

Podría contar mis aventuras con Vodafone, la nueva propietaria de la estación de metro Sol o un despropósito mayor con mi banco, Caja Laboral, al que acudí hace poco para denunciar un pago que figuraba en la liquidación de gastos de mi tarjeta y que yo no había realizado y el empleado de la sucursal me contestó que para iniciar la reclamación tenía que ir a poner una denuncia en la comisaría ya que se trataba de un delito. Calificar esto de kafkiano sería otorgarle un sentido y no es posible construir uno alrededor de todos estos hechos.

El actual estado de las cosas nos ha desplazado a un sistema de relaciones en las que compartimos una soledad social que gira alrededor de una orfandad tácita. En la mayoría de los casos, entre los actores de estos hechos cotidianos, se impone una solidaridad que metaboliza la ira ya que nuestro interlocutor es un empleado cuya supervivencia está sujeta a la gestión del despropósito y a la contención, en la medida de sus posibilidades, del damnificado. Al igual que el mercado no tiene rostro, la mayoría de las empresas con las cuales nos vemos obligados a realizar transacciones, tampoco. Desde la computadora que a través del móvil nos va sugiriendo opciones inválidas al empleado que detrás de un mostrador no ve el modo de darnos satisfacción, nos movemos en un territorio hostil al que nos resignamos porque no hay manera de transmitir de manera lógica nuestra queja.

El rol que nos asigna la nueva economía o el postcapitalismo, de ser productores de nosotros mismos, de escribirnos un relato propio, original, para poder encajar en algún nicho y de ese modo sobrevivir, implica también mover a ese personaje que creamos en un circuito con un lenguaje unidireccional: por más que emitamos todo tipo de señales solo recibiremos una respuesta: la del sistema.

En ese sentido, el sistema, demuestra su fortaleza y su coherencia cuando nos alejamos de lo doméstico para ir a lo institucional y comprobar que el presidente Mariano Rajoy se dirige a nosotros a través de una pantalla de plasma o que, al toparse con la evidencia de sus contradicciones, aduce que se debe a las reglas que impone la realidad, dando a entender, como el empleado de mi banco que nada podemos hacer si no va usted a la comisaria o, en el caso del presidente, si no calma usted a los mercados.

Ni siquiera hay dios que ayude a catalizar esto. Zigmunt Bauman aventura que el dios de las religiones es una creación cuya función es relativizar la angustia del vacío existencial y la amenaza de la muerte, pero poco pude hacer cuando a diario la soledad con el semejante se ahonda ya que solo se comparte el desamparo y cuesta ponerle un rostro al responsable de todo esto. Hace falta un dios personal –otro emprendimiento– con el que uno pueda conversar y ponerle un poco de sentido común, un encuadre personal a los despropósitos que compartimos colectivamente.

El presidente Rajoy tiene momentos de lucidez extrema ya que cuando culpa a la realidad de cuanto acontece y que no queda más remedio que someternos a ella ya que, insinúa, es patológico, o sea propio de dementes, desafiarla, lo que está haciendo es enterrar la política, declarar su muerte y por lo tanto, no reclamar nada de ella. Con lo cual, él se hace a un lado. No mata al padre: se suicida civilmente invitándonos a hacer lo propio y esperar. Como no sea a Godot, no imagino otro advenimiento posible. Muerto Rajoy sin dejar el cargo pareciera que también perece nuestra función política y nos convierte a todos en objetos de un sujeto ausente. ¿Quién se va a rebelar contra la nada?

Como nos dice a diario otro ciudadano, un semejante al que le trasladamos un reclamo: le comprendo, pero ¿qué puedo hacer yo?

El filósofo Edgar Morin no se cansa de recordar que en 1941 la victoria alemana parecía inevitable y todos los contemporáneos de aquella debacle estaban sumidos en la derrota física y moral. Nadie imaginaba la liberación.

Ahora tampoco. Pero el ciudadano, aunque esté de momento aislado frente a una pantalla de plasma, es un ciudadano de fondo y como el corredor, tarda, pero al fin llega.

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