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El 'stand up' como género político

Miguel Roig

En febrero de 2013 Facebook ya contaba con más de mil millones de perfiles. Mil millones de ciudadanos produciendo su propia biografía pública.

La red se confunde con la comunidad y ha sustituido, semánticamente, a la sociedad. Si en la sociedad existe lo público y lo privado, la red lo convierte en un mismo territorio donde de manera pública se pueden compartir las cosas más íntimas. El psicólogo y psiquiatra francés Serge Tisseron considera que hemos pasado de la “intimidad” a la “extimidad”. Aquí merece la pena detenerse en un dato que rescata Zigmunt Bauman y que aporta una cota curiosa en lo que podríamos llamar la historia de la intimidad. A quien cita Bauman es al sociólogo Alain Ehrenberg y la referencia gira en torno a la posibilidad de fijar el nacimiento de la última revolución cultural moderna. ¿Dónde lo señala? En un programa de televisión francés en el otoño de 1980, que constituye, paradójicamente, un antecedente inesperado y significativo del reality show actual. Una tal Vivienne, que describe como “francesa normal y corriente”, de la que ni siquiera puede aportar el apellido, confiesa ante millones de espectadores que nunca había experimentado un orgasmo en su vida matrimonial, ya que su marido padecía eyaculación precoz.

Hoy escuchar esto en boca de alguna famosa por relación en un reality es algo habitual y la única consecuencia que produce es la de tratar de mantener su nivel de audiencia crucero. Pero en su día, según reflexiona Ehrenberg, constituían actos esencial e inequívocamente privados que se sacaban a la luz y se exhibían en público, es decir, ante todo aquel que optara por la posibilidad abierta de ser testigo de los mismos. Poco a poco, el límite entre lo público y lo privado se diluyó, dando pie a una actitud confesional utilizada espontáneamente por los usuarios de las redes sociales, y con una intención política por parte de los actores de la esfera pública. Basta con pensar en el relato de la relación del expresidente Nicolas Sarkozy con la modelo y cantante Carla Bruni o en los affaires de Silvio Berlusconi, muchos de los cuales fueron difundidos por sus agentes de propaganda o en el del presidente Fraçois Hollande con la actriz Julie Gallet.

El filósofo Byung-Chul Han opina que estamos en una democracia de espectadores. La transparencia que se le exige a los políticos y que estos ofrecen es todo menos una reivindicación política. Es espectáculo. También es espectáculo el baile de Miquel Iceta o Soraya Sáenz de Santamaría, quien, por cierto, intentó criminalizar los escraches cuando estos también terminan formando parte del mismo serial. O la entrevista de Cristobal Montoro en el diario El Mundo en la que asume por decisión propia el personaje de Montgomery Burns de los Simpson al afirmar que no necesita escribir sus memorias, que él es un hombre cuya vida se cuenta con las cifras o que la economía no tiene alma. En fin, todo un stand up que a lo largo de dos páginas del periódico –comenzando por la portada– habla de sí mismo y de sus relaciones como una figura del reality sin huir del campo semántico de estas: “Estoy aquí por él [José María Aznar], pero no puedo admirar a alguien que da lecciones”.

Todos producen su vida ya que la vida parece no valer nada en el mercado si no hay una producción detrás de ella y una estrategia que la ponga en circulación con un valor determinado. El experimento no parece tan complicado si se advierte que, de manera inconsciente –o inducida, depende–, la transformación de uno mismo comienza en la red mediante una producción espontánea en Facebook.

El crítico y escritor británico Charlie Brooker creó en 2011 la serie Black Mirror. La intención de Brooker es indagar en la evolución del uso patológico de la tecnología digital, de la dependencia cada vez mayor de todos los dispositivos electrónicos. En sitios como Corea del Sur –la observación la apunta Bauman–, la vida gira en torno a los ordenadores, las tabletas y los smartphones, relegando a un segundo plano las relaciones con seres de carne y hueso.

La serie Black Mirror, cuyo título se refiere al espejo negro que está en manos de todos, en las pantallas que se multiplican tanto en espacios públicos como privados, se estructura en episodios independientes. En uno de ellos, Tu historia completa, el argumento gira en torno a un artilugio denominado el “grano”, un mecanismo que las personas tienen insertado en el cuello y que manejan con un mando del tamaño de un pendrive. Este dispositivo permite grabar absolutamente todo lo que la mirada ve las veinticuatro horas de todos los días de una vida y, a través del mando, ofrece la opción de visualizar lo vivido, proyectándolo por los ojos sobre cualquier superficie. Así, por ejemplo, el protagonista repasa una entrevista laboral y deduce que es muy probable que se quede fuera de la selección de candidatos por detalles que descubre al revisar la secuencia. Cuando hace el amor con su mujer, ambos, durante el acto, proyectan una relación sexual que han mantenido en el pasado para excitarse –que aunque sea entre ambos, no coinciden en la elección de la misma.

El eje argumental gira en torno a un ataque de celos que se apodera del protagonista cuando al llegar tarde a una cena de amigos encuentra a su mujer conversando con un desconocido al que le presentan a posteriori. A partir de ese momento, y en un crescendo sin freno, comienza a construir un discurso paranoico que lleva a la demolición de la pareja. El “grano” es el protagonista absoluto del derrumbe, ya que sirve para alimentar con datos los celos del hombre hasta desnudar totalmente la intimidad del pasado de su mujer. Gestada bajo el esquema del teatro de la destrucción que afloró en los años setenta, se podría decir que se trata de una idea de Edward Albee (¿Quién le teme a Virginia Woolf?), escrita por Ray Bradbury. Cuando ya queda poco por demoler, el protagonista expresa lo que podría considerarse el colmo de la paranoia misma: “Cuando sospechas algo, es mejor si resulta cierto”. La disolución del secreto como meta de un viaje a ninguna parte ya que el sentido de la revelación es un fin en si mismo. Constatar que al ministro Montoro poco le importa el desempleo como disfunción social o la capacidad de consumo básico de un ciudadano parece ser el final de una función y no el principio de una rebelión. Por eso no hay secretos; estos son puro espectáculo y en la red se diluyen. Todo está abierto a todos y cuando se intuye un velo, la pulsión por descorrerlo es irrefrenable. El caso de Julian Assange y su sitio WikiLeaks, que almacena y difunde los secretos de Estado norteamericanos, es un ejercicio en macro, sobre un país, de cómo opera en el marco del individuo. La transparencia es un requisito del perfil expuesto, del producto que sale en circulación, ya que la demanda exige acceso total e irrestricto para la compra.

Assange sigue en la embajada ecuatoriana de Londres sin poder salir de ella desde 2012 no ya para viajar a Quito sino para hacerse una resonancia magnética, tal y como lo solicitó esta semana al Gobierno británico. En el balcón de la embajada de Ecuador en el Reino Unido, compareciendo ante la prensa, Assange emula sin quererlo –al contrario que el ministro Montoro– a un personaje de un stand up.

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