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Trazas de facha

Captura de la actuación del grupo que canta "vamos a volver al 36" en el evento Viva22 de Vox

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Ahora mismo existe una palabra que está en boca de todo un país: “facha.” El término tiene hasta su propio atuendo, el fachaleco, tal vez una de las mejores expresiones jamás creadas. Según la RAE, un facha es aquella persona de ideología política reaccionaria; la forma coloquial de describir a un fascista. Pero el término dejó de estar claro hace tiempo y se desplaza por una especie de nebulosa. Desde la izquierda, a menudo se tilda a cualquier votante de la derecha o ultraderecha como facha, convertido ya más en un insulto que en un diagnóstico. Mientras que desde la derecha se han apropiado de la expresión con audacia y ya hacen bromas recurrentes sobre la banalización y promiscuidad con la que se emplea; incluso, con sorna, se jactan de ser fascistas pero de saber gobernar o de estar en el lado correcto de la historia. Es una jugada inteligente porque si consiguen reducir el término a la parodia, el significado de facha se desdibuja tanto que termina desapareciendo. 

En ese esfuerzo por la distorsión también se le ponen disfraces eufemísticos a determinados mensajes de la ultraderecha en un ejercicio de funambulismo dialéctico sin igual. De este modo, venimos escuchando expresiones como “derecha nostálgica”, “derecha libertaria”, o “semifascismo”. El periodista Rafa Cabeleira proponía en Twitter el uso del término “fascismo riquiño”. Se podrían incorporar muchas más expresiones, a botepronto se me ocurren: fascismo semidesnatado, fascismo light, fascismo descremado, fascismo sin grasas añadidas, fascismo deshuesado, facha moderado, derecha melancólica, derecha con morriña, fascismo creativo, facha de variedad autóctona, derecha entusiasta, derecha venida a más, derecha inconformista, derecha con ambiciones, criptoderecha, derecha de moralidad variable, fascismo de entretiempo, fascismo adyacente, motofachi. 

Hemos llegado a un punto de distorsión en el que habrá quien cuestione que un tenderete de la Fundación Francisco Franco en una calle de Madrid con un busto de Franco encima de la mesa y bajo el lema “los hombres pasan sus obras quedan” sea facha. O que alguien con calcomanías del rostro de Hitler en su pecho y mensajes como “¡Listo para unirme a las SS!” en sus redes sociales sea nazi.  

Si alguien enarbola un discurso racista, misógino, ebrio de nacionalismo exacerbado, con nostalgia de un pasado glorioso imaginado, con culto al líder, demonización de diferentes grupos raciales y étnicos, búsqueda de un enemigo común, advertencia: el material sí parece contener trazas de facha. Si un votante está a favor de extinguir derechos, con propuestas anticonstitucionales y revisionistas, el material sí parece contener trazas de facha. Si un partido gana las elecciones democráticamente y se deslegitima su victoria haciendo un uso inapropiado de las instituciones, el material sí parece contener trazas de facha. Si un partido es hostil al estado de derecho y a los controles que emanan del mismo, sí parece contener trazas de facha.  

En cualquier caso, la palabra F está tan cargada de munición que no se puede detonar a la ligera, especialmente desde la tribuna política. Hay que usarla con precisión. También porque para que un partido sea viable en una democracia debe mantener una relación ambigua con la retórica fascista. Pero lo que ahora es retórica mañana puede convertirse en política. El fascismo es una tentación que se nutre potencialmente de la timidez institucional; por ejemplo, de no llamar a las cosas por su nombre. 

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