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Tres cosas en las que pienso mientras el mundo se va al carajo

Humo provocado por la explosión de un misil israelí este viernes en Gaza.
20 de octubre de 2023 22:39 h

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Hace unos días caí en la cuenta de que Stefan Zweig dedicó su vida a detallar los “momentos estelares de la humanidad”, pero, cuando le tocó ser coetáneo a uno de esos momentos, se suicidó con una sobredosis de barbitúricos el 22 de febrero de 1942. Por alguna razón que tendré que tratar con mi psicóloga, lo entiendo perfectamente. Esta situación y los escenarios geopolíticos mentales que hago cada mañana mientras rallo tomate para las tostadas me generan tanta ansiedad que no puedo escribir bien ni pensar con claridad. Me siento torpe e internamente irascible; no hay razones para no sentirse así, si uno se para un momento a pensarlo. A Zweig lo he admirado desde que mi profesor de religión de primero de la ESO, Bernardo, nos puso a leer, precisamente, 'Momentos Estelares de la Humanidad' y con los años pasé a 'Amok' y 'La Piedad Peligrosa'. El cómo acabó con su vida me ha hecho pensar que no basta con entender o conocer las cosas que han pasado, que también hay que saber estar a la altura de los tiempos que te toca vivir. Esa es la primera –y la más sustancial– de las cosas en las que pienso mientras el mundo se cae a cachos. 

Quiero estar ahí cuando se acabe el mundo para contarlo. Ser el último, el que eche la persiana de la Historia. No es instinto de supervivencia, sino curiosidad o respeto por la eternidad, o una adicción inmanejable por ser testigo de las cosas que pasan. Que las cenizas sepan cómo era el fuego. Todas esas cosas. Por eso llevo dos semanas pensando en cómo decirle a mis padres que quiero ir a Palestina. “Si este va a ser nuestro mundo”, me decía un amigo el otro día, “no quiero quedarme haciendo teletipos de política local, bro”; y aquella frase fue la condensación de un pensamiento gaseoso que me ronda la cabeza desde el 7 de octubre y me retrotrae a un viaje que hice con unos amigos.

Ocurrió hace unos años; bajé de un autobús que venía desde Cracovia a principios de octubre y el frío cortaba la piel. A las puertas del campo de concentración de Auschwitz, en Oświęcim, Polonia, hay una roca negra pulida con los nombres de los países que contribuyeron a liberarlo: Reino Unido, la Unión Soviética, Francia, Estados Unidos, Polonia, Nueva Zelanda, Australia, Canadá, Italia [...] y hasta la propia Alemania. Después de pasar el arco que reza ‘Arbeit Macht Frei'–el trabajo te hará libre–, un pavimento pedregoso cubierto de chinarro da paso a un camino de asfalto que bifurca entre barracones de dos plantas de ladrillo y tejas rojas, césped y bordillos de cemento en perfecta simetría. A ambos lados tras la barrera de la entrada hay dos verjas de alambre de espino contiguas separadas a pocos metros. Quien haya ido sabrá que ese lugar es tenebroso incluso si no se hubiera exterminado a un millón de personas allí. Incluso si no hubiera edificios. Incluso si el horizonte lo cubriesen esos árboles lánguidos y verticales como dedos arañando el cielo que pueblan el paisaje a salpicones. Pasamos por un par de salas museizadas, de varios metros de largo con vidrieras de exposición. Al otro lado del cristal había pelo humano. Cientos de kilos de pelo. Una cantidad que no sabía que era posible ver en una sola habitación. También había una montaña de zapatos desgastados, miles y miles de botines, botas, zuecos y zapatillas con tacón de madera de tallas pequeñas. La guía nos explicó que esa cordillera de calzado había pertenecido a, de nuevo, miles y miles de niños. He intentado escribir un párrafo para detallar lo que vi más adelante, pero no soy capaz. No puedo –no me atrevería– a equiparar el Holocausto a ningún otro evento que haya ocurrido en el mundo, al menos en la Historia conocida; pienso en aquel viaje a Polonia porque se me hace muy difícil imaginarme en aquella época sin una máquina de escribir y un petate color caqui denunciando los crímenes del fascismo. En esa roca negra con nombres de países escritos, no está el de España y aunque muchos españoles se opusieron firmemente, nuestro país no estuvo a la altura de los tiempos; no fuimos capaces porque nadie nos quiso ayudar y acabamos sucumbiendo al mal. El bien en Israel está secuestrado por Netanyahu como el de España lo estuvo por Franco. A veces dejamos de brillar, como un diamante enterrado. Me cuesta mucho, muchísimo, imaginar vivir bajo un paraguas de misiles que arrecian sin discriminar, o familias maniatadas y torturadas por Hamás, o una rave junto a la alambrada. El niño con el pijama de rayas mirando pinchar a un DJ.

En esto último, en niños, es la tercera cosa en la que pienso últimamente, mientras el anochecer de los tiempos se cierne sobre nosotros. No pienso en tener hijos ahora –apenas me llega para pagar el alquiler y comprar un paquete de Lucky Strike de vez en cuando–, pero pienso en qué mundo les quedaría, les quedará, si mientras sudamos en octubre por el calor se bombardean hospitales y tenemos el Mediterráneo a rebosar de buques de guerra. Aquí entran en juego otros factores, quizá más complejos que un escenario de conflicto multipolar, como reunir el valor para decirle a la chica que me gusta que quiero poder darle la mano a alguien mientras una nube radiactiva destruye hasta la última célula de mi cuerpo; o peor todavía: afrontar que me diga que sí. También pienso en cómo llegué a este oficio por obra y acción de Dios –porque si no, este ateo no se lo explica–, en que soy mayor que mis padres cuando me tuvieron y sin embargo vivo mucho peor que ellos; en que me habría gustado nacer en los cuarenta y trabajar en el New Yorker; en que paso mis días esperando un email que no llega, un pago que se retrasa, un momento que no se da; en que no estoy dispuesto a huir aunque la presión me aplaste, como dije, porque aprenderé a hacer comestible mi propio orgullo; pienso, aunque cada vez menos, en que me gustaría tener hijos, pero que por tener, no voy a tener ni un mundo que dejarles.

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