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El Tribunal Constitucional frente a la pobreza y la exclusión social

FRAVM dice que todos los partidos, salvo el PP, firmaron el Pacto contra el Hambre

María Eugenia R. Palop

Ya lo sabíamos, pero ahora lo tenemos más claro. No han sido las clases medias las que más se han empobrecido con la crisis, ha sido el 20% más pobre de la población española el que más renta ha perdido en estos años, lo que significa, simplemente, que en España los ricos son cada vez más ricos, y los pobres son cada vez más pobres, y que la brecha entre unos y otros aumentará en tanto y en cuanto el sistema no se corrija.

Los datos son ya suficientemente espeluznantes y el panorama no tiene visos de mejorar: según el informe de la Red Europea de Lucha contra la Pobreza y la Exclusión Social (EAPN), en nuestro país hay 13 millones de personas en riesgo de pobreza o exclusión y de esos 13 millones, 3,5 se encuentran en una situación de pobreza severa. El problema es que, aun con todo, el Partido Popular sigue gobernando en nuestro país, y el Tribunal Constitucional, supuesto garante de nuestros derechos, también de nuestros derechos sociales, se sigue dedicando a blanquear las medidas depredadoras de este Ejecutivo.

Hace solo unos meses el Tribunal Constitucional suspendió parcialmente la Ley catalana de medidas urgentes para afrontar la emergencia habitacional y la pobreza energética (la Ley 24/2015, fruto de una ILP), admitiendo un recurso de inconstitucionalidad que presentó el Gobierno en funciones del Partido Popular.

Con su recurso, el PP pretendía que las entidades financieras eludieran sus responsabilidades por la frenética ejecución de desahucios en la que están inmersas (mientras mantienen miles de pisos vacíos que acaban en manos de fondos buitres), y contribuía también a desactivar los mecanismos de segunda oportunidad que la Ley había articulado en favor de quienes no podían pagar la hipoteca de su vivienda habitual. La suspensión de la Ley, para mayor gloria de las eléctricas, la banca y los grandes oligopolios, convirtió al TC en coautor del drama que se había intentado evitar con su aprobación en Catalunya, y esa misma coautoría se dio también para casos similares en Andalucía, Navarra, Canarias, Euskadi y Aragón.

Lo más hiriente fue que los motivos que esgrimió el TC para mantener la suspensión de la Ley 24/2015, como la de otras, fueron estrictamente económicos, en la idea de que su aplicación afectaba a los objetivos del Sareb y a la reestructuración de las entidades financieras ordenadas por el Frob; esto es, su aplicación afectaba al rescate bancario y al negocio inmobiliario del Sareb.

Así que, con la oposición sistemática de los votos particulares de tres magistrados (la llamada “minoría progresista” del TC: Adela Asúa, Juan Antonio Xiol y Fernando Valdés), el alto Tribunal se ha ido sumando a los grupos de interés y a los lobbies que se han alimentado, y se alimentan todavía, de la pobreza de millones de personas en nuestro país; una pobreza contra la que luchan incansables organizaciones ciudadanas, como la Alianza contra la Pobreza Energética (APE) y la PAH, que, como nos recordaba hace poco la diputada de En Comú Podem, Lucía Martín, sin apenas recursos, ha conseguido realojar a 3.000 personas en solo tres años.

Precisamente, han sido esos tres magistrados los mismos que han denunciado la erosión del derecho autonómico y el vaciamiento de competencias que en el ámbito social está estimulando el TC con sus sentencias, de manera, que, lejos de proteger nuestros derechos sociales, lo que ha hecho ha sido fomentar el proceso de recentralización estatal que el PP ha querido articular con sus recursos. Debe ser por esta razón, entre otras, por la que el TC padece desde hace años una aguda crisis de legitimidad y de credibilidad; una crisis que parece prácticamente irreversible, y que se deriva tanto de sus sentencias anti-garantistas y recentralizadoras, como de su composición mayoritariamente conservadora.

De hecho, la falta de confianza en el alto Tribunal es tal, que en sus propuestas de reforma constitucional, partidos tan poco dados a la subversión, como el PSOE o Ciudadanos, plantearon alternativas de calado que, con mayor o menor acierto, favorecían un giro de la jurisprudencia constitucional. El PSOE quería que sus magistrados fueran elegidos en exclusiva por las Cámaras, atendiendo a criterios de mérito, capacidad e imparcialidad, y excluía, por tanto, tanto al CGPJ como al Gobierno. Por su parte, en la selección de magistrados, Ciudadanos sustituía al Senado por un Consejo de Presidentes de las Comunidades Autónomas, y al CGPJ, por el presidente del Consejo y del Poder Judicial, que debían escoger entre magistrados designados en virtud de un concurso convocado al efecto, sin discrecionalidad alguna.

Lo cierto es que, más allá de la valoración que podamos hacer de tales propuestas, ambas eran claramente indicativas de las sospechas y de las dudas generalizadas que suscitaba y suscita el funcionamiento y la composición del Tribunal, dado que las dos se presentaron en plena campaña electoral. La existencia de estas propuestas nos recordaba, además, que no estamos atados de pies y manos, y que no hay nada sagrado e intocable en un Estado democrático.

De hecho, por suerte, y como señala Sebastián Martín, no está grabado en roca que la protección de nuestros derechos tenga que depender exclusivamente de un control de constitucionalidad concentrado; que haya de quedar bajo el control de unos juristas de élite claramente permeables a la influencia del poder político. Se puede plantear, por ejemplo, un control de constitucionalidad difuso, como el que existe en otros países, con el que se traslade a la totalidad de los jueces la responsabilidad de interpretar y aplicar el texto constitucional en su integridad; en cuanto a la selección de magistrados, hay quien ha propuesto el sorteo o el control popular directo, y no faltan quienes aspiran a una mayor participación ciudadana en el espacio constitucional recurriendo a mecanismos de control constitucional ciudadano, a acciones ciudadanas de inconstitucionalidad o incluso a acciones de incumplimiento (con las que podríamos denunciar la vulneración de nuestros derechos por inacción u omisión del gobierno).

La cuestión es que modelos constitucionales los hay de muy diverso tipo, que todos tienen ventajas e inconvenientes, y que no estamos llamados necesariamente y por principio a mantener un modelo u otro. Y es que aquí lo único importante es que no olvidemos que la existencia de un TC se justifica solo y exclusivamente cuando se orienta a la defensa y garantía de nuestros derechos frente a la arbitrariedad y la injerencia del poder político, y que si tal protección no funciona, si subvierte el texto constitucional, si acaba agravando la situación de pobreza extrema y de aislamiento que ya sufren millones de personas, somos los ciudadanos los que estamos obligados a pensar y proponer alternativas más razonables.

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