Trump, Ayuso y el nuevo discurso progresista
Hubo un tiempo en que los líderes políticos se cuidaban de decir disparates o cometer fechorías. Una argumentación desquiciada acarreaba la burla colectiva de la sociedad y la corrupción era castigada por los electores. Bueno, realmente no sé si era exactamente así o si me lo estoy inventado traicionado por las trampas de la nostalgia. Es cierto que aquí tuvimos en la década de los 90 a Jesús Gil y Gil, un personaje estrambótico, corrupto y agresivo que conquistó la alcaldía de Marbella; sin embargo, se trató de un fenómeno circunscrito al feudo de la jet set europea; cuando se presentó para las elecciones generales del año 2000, su partido, el GIL, obtuvo tan solo 72.162 votos, el 0,31%. Es decir, los españoles no premiaron sus embustes y payasadas. Sea como fuere, de lo que estoy completamente seguro es de que no he vivido una época como esta en la que el dislate y el fraude hayan gozado de tanta popularidad, hasta el punto de convertirse en un activo para la construcción de exitosas carreras políticas.
El primer gran aviso de que las reglas del juego habían cambiado lo envió Donald Trump en las primarias del Partido Republicano de 2016, cuando, convencido de que sus barbaridades enfervorizaban al electorado, dijo aquello de que “podría disparar a gente en la Quinta Avenida y no perdería votos”. No solo ganó el pulso por la candidatura de su partido frente al conservadurismo tradicional, sino que se convirtió en el 45º presidente de Estados Unidos. Y, pese a que alentó cuatro años después la toma ilegal del Congreso tras su derrota ante Biden, existen altas probabilidades de que vuelva a la Casa Blanca.
Su ejemplo cunde por doquier. En las elecciones presidenciales colombianas, cuya segunda vuelta se celebra este 19 de junio, tiene serias posibilidades de ganar Rodolfo Hernández, un corrupto y mentiroso de marca mayor, que llegó a la alcaldía de Bucaramanga con el voto de 20.000 pobres a quienes había prometido casas gratis que nunca entregó y que amenazaba con “meterle un tiro” a quien denunciara sus andanzas. Un descarado que se declaró admirador de Hitler y, al ver el revuelo desatado por sus palabras, dijo con desparpajo que se había confundido con Einstein. Este personaje con aspecto de abuelete estrafalario se presenta como un outsider que erradicará la “politiquería” y la corrupción de Colombia, y, por lo que están mostrando las encuestas, millones de colombianos la darán entusiastas su voto. Otros millones se lo darán los rehenes de las poderosas maquinarias corruptas que promete combatir.
Pero ¿por qué irnos tan lejos? Aquí, en la presidencia de la comunidad de Madrid, la más rica del país y donde se asienta la capital del estado, tenemos a Isabel Díaz Ayuso, que ha logrado convertirse en toda una estrella de la escena política nacional con un estilo “pandillero” y “tabernario”, según ella misma lo califica con orgullo. Su carrera ha sido meteórica: en las elecciones de 2019 quedó en segundo lugar, pero llegó a la Puerta del Sol mediante una alianza con Ciudadanos y el apoyo externo de Vox. Tres años más tarde, convocó comicios anticipados y, pese a los escándalos de corrupción que encadenaba el partido, arrasó con casi mayoría absoluta, lo que le ha permitido gobernar en solitario con el apoyo resignado de la ultraderecha. Sin llegar al extremo de hablar de balazos –la Vieja Europa es mucho más contenida que las indómitas tierras americanas–, Ayuso destruye a quien osa denunciar a su gobierno por corrupción, como bien lo sabe Pablo Casado; ofende a sus contrincantes en los debates; anuncia la censura libros de texto escolares que no sintonizan con su ideología, y esparce dislates a sabiendas de que serán aplaudidos por sus fieles, como la cantinflada memorable que soltó cuando un periodista le preguntó sobre su iniciativa para reducir el tramo madrileño del IRPF. Es tal su fuerza política, que el nuevo líder del PP le ha concedido el estatus especial de verso suelto, con licencia para hacer lo que le venga en gana sin pedir permiso a Génova. En la derecha son muchos los que quisieran verla a ella, no a Núñez Feijóo, en la Moncloa.
Algunos analistas, en España y en otras latitudes, han empezado a cuestionar la falta de capacidad de los partidos progresistas para conectar con los votantes. Y una de las críticas más comunes es que, mientras la derecha y la ultraderecha apelan en sus discursos a las emociones con mensajes sencillos y contundentes, la izquierda se enreda en digresiones pretendidamente pedagógicas que resultan insulsas para buena parte de la ciudadanía. Sugieren que los partidos progresistas tomen prestado ‘algo’ de la construcción de los discursos de Trump, Hernández o Ayuso para hacer más eficaces sus mensajes.
Esta semana se ha producido una noticia muy importante en España: pese al impacto económico causado por la pandemia y por la guerra en Ucrania, el paro bajó por primera vez de los tres millones desde el comienzo de la crisis de 2008 y los contratos laborales indefinidos supusieron casi la mitad del total de los firmados en mayo. Si se tiene en cuenta que el desempleo es el problema que más preocupa a los españoles, según el último barómetro del CIS, se trata de un éxito indudable del que sacaría provecho cualquier gobierno. ¿Cómo lo vendió el Gobierno de Sánchez? “El paro está caminando en otra dirección. Queda mucho por hacer, pero las políticas públicas que estamos llevando a cabo demuestran su eficacia”, dijo la vicepresidenta y ministra de Trabajo, Yolanda Díaz. Habría podido decir: “Mientras los fachas viven de la mamandurria y destruyen España, nosotros ponemos a trabajar a los españoles, para que no sean unos parásitos como las élites corruptas internacionales lideradas por Elon Musk, y le dejamos claro a la patronal que aquí hay un gobierno que vela por la dignidad de los trabajadores, aplastada durante años por la derecha franquista. Al que no le guste este país, que se vaya a los Emiratos”. Algo así sería, supongo, conectar con las “emociones” de la gente. Y, sin descartar la necesidad de una mayor eficacia del discurso progresista, quiero pensar que no es de esto de lo que estamos hablando.
28