Una tumba donde pocos han llegado
"El océano promete montañas y maravillas. Confía en ello; vendrán los vientos y los ladrones"
Llevo tres años viviendo en el Atlántico Norte, entre sus hielos y sus tormentas, a caballo entre San Juan de Terranova, un puerto tan español y tan vasco, y las enormes cuadrículas en las que los alemanes dividieron su vasta extensión para lanzar a sus manadas de lobos durante la II Guerra Mundial. Tres años imaginándolo para una novela que verá la luz en septiembre: “Thule. El sueño del norte”. Así es como aprendí de Conrad que los vientos del oeste son los grandes señores del Atlántico Norte, que lo encrespan y lo enloquecen en cualquier época del año. No se juega con el gélido Atlántico ni siquiera en primavera. Así arrancó su salida al barco nodriza desde el que descendieron el batiscafo Titán. Ese en el que cinco seres humanos puede que luchen por su vida golpeando el casco y que, probablemente, a la hora en que lean esto hayan muerto -el cálculo del oxígeno acababa en la madrugada del jueves-. Cinco hombres ilocalizables en un minúsculo objeto de seis metros de eslora en una extensión inmensa o a una profundidad casi inimaginable.
Sólo he estado una vez a bordo de un submarino y fue en uno de la Armada, en el Mediterráneo, apenas un ratito porque a las mujeres no nos estaba permitido realizar inmersiones entonces. La angustia vital de aquel espacio, que era un lujo comparado con el del batiscafo privado perdido, es algo que no se olvida. La zarpa acechante del océano tampoco, para cualquiera que la haya sorteado. Estoy pensando en los pescadores de los bancos de Terranova, en los marinos que corren los temporales, en los hombres que tendieron los primeros cables submarinos y en los que intentaron surcándolos conquistar hasta el último rincón del planeta. Ese planeta que vamos a lograr destruir antes de dominar. Los mares ocupan un 70% del globo terráqueo y apenas hemos logrado explorar un porcentaje mínimo de ellos. Son el continente líquido, el más ignoto para los humanos.
Por eso me chocan tanto los comentarios fáciles y de brocha gorda en redes que se han producido en torno al desgraciado suceso. No voy a compararlo con ningún otro. Sólo es posible comparar lo igual con lo igual y, por eso, el análisis de lo sucedido con el Titán en relación con las miles de vidas de inmigrantes puestos en riesgo por mafias asesinas, no tiene parangón. Son cosas diferentes, con causas y consecuencias distintas. Es inane pretender relacionar hechos no conexos para extraer eslóganes. Uno de ellos, por supuesto, ha sido la del agravio comparativo entre este rescate y otros que o no se hacen o se hacen mal. “Los millonarios, sí; los pobres, no”. Demasiado simple. En primer lugar porque en el gran naufragio de Grecia hay muchos testimonios que apuntan a responsabilidades concretas y, en segundo, porque muchos de los supervivientes llegaron a tierra precisamente en el gran yate de un muchimillonario. Existen leyes que obligan a rescatar a los náufragos, también a los ricos. Que se incumplan con los pobres debe llevarnos a cargar las tintas en ese caso, no a desear que perezcan los ricos.
Es injusto despacharse lo del Titán quedándose en la espuma. Me parece que tiene un análisis con más capas y más interesante. Dentro de ese batiscafo privado y “experimental” viajaban al menos tres paradigmas diferentes, tres formas de ver la vida distintas y cada una de ellas invita a una reflexión. De los cinco embarcados en la nave sólo dos respondían directamente al tipo de millonario en busca de experiencias exclusivas al precio que sea: el millonario pakistaní Dawood y su hijo. Su presencia en la expedición sí entronca directamente con los pasajeros de Bezos y con todos aquellos que buscan comprar con el dinero la exclusividad de haber hecho lo que nadie más puede hacer. Los productos, las cosas, el lujo, los objetos ya no bastan, son las experiencias las que marcan la clase dentro de las clases. Tan primordial es esa distinción, esa individualización, que uno es capaz de pagar medio millón de dólares por dos pasajes y firmar un descargo legal incluso en caso de muerte. El que avisa es un avisador. Supongo que a este fenómeno, no tan difícil de diseccionar, al narcisista “yo y sólo yo pude ver lo que no veréis jamás” va a marcar el futuro en una carrera de exclusividad en la que sufrirá el planeta y morirán personas. Los malvados dirán que en el pecado llevan la penitencia. La misericordia sólo puede llevarnos a dolernos también por sus vidas si las pierden. Alegrarse de la desgracia de un potentado no cuelga medallas de humanidad ni de virtud. Es una ignominia como hacerlo de la de cualquier otro ser humano.
Un tercer pasajero del Titán era un tiburón, el CEO de la empresa Ocean Group, dispuesto a sacar la pasta de aquellos que están dispuestos a entregarla por jugarse el tipo. Cierto es que, en esta ocasión, arriesgaba él mismo. Ocean Group no sólo tiene este batiscafo perdido, en isla Mauricio, por ejemplo, poseen otro llamado, no se rían, Super Falcon 3S, cuyo diseño parece sacado de “El Tesoro de Rackham, el Rojo”, como si el propio Tornasol les hubiera hecho los planos. A 1500 dólares la hora descienden a su exclusiva clientela para poder contemplar la belleza de un atolón que es patrimonio de la UNESCO. No han tenido problemas de momento, pero el Indico no es el Atlántico Norte. Donde haya compradores de experiencias habrá mercaderes que se las vendan. Sean lo locas que sean.
Los otros dos miembros de la expedición respondían a otro arquetipo, el del explorador o aventurero, que ahora puede parecer casi inútil pero que fue decisivo para el desarrollo del mundo tal y como lo conocemos. Uno de los desaparecidos, Harris Harding, es miembro de la ejecutiva del The Explorer Club, fundado en 1905 en Nueva York, y al que pertenecieron Amudsen (Polo Sur, 1911), Peary (Polo Norte, 1909), Hillary (Everest, 1953), Piccard y Walsh (Fosa de las Marianas en el batiscafo Triestre, 1960) y hasta Amstrong, Collins y Aldrin (Luna, 1969). Todos ellos se jugaron la vida. No creo que a él pueda aplicársele la misma vara de medir que a los anteriores. Puede que muchos crean que no se le había perdido nada en el pecio, pero es mucho más probable que su espíritu aventurero no se pudiera resistir. Eso mismo le sucedió a Paul-Henri Nargeolet, un explorador de 76 años, especialista que ha descendido más de treinta veces al Titanic, y que a pesar de conocer el peligro del intento, decidió aceptarlo por su pasión. La pasión no es mala. La pasión y el riesgo han llevado a la humanidad muy lejos. Y él, a fin de cuentas, se la jugó muchas veces desminando el mar tras la guerra. “Siempre me han fascinado los naufragios”, declaró y no es ni será el único. Hay algo de magnético en la constatación de nuestra propia insignificancia que se percibe en cada resto hundido de nuestra prepotencia como especie.
Que el titán Océano y su esposa Tetis, que defienden su reino con tempestades, corrientes y abismos, se compadezcan de la finitud humana. Ningún algoritmo nos librará de ella. Así de ínfimos y de soberbios seguimos siendo ante los elementos.
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