El vagón del 'voyeur'
La mirada percutida de un hombre sentado a mi lado en el tren me golpea en las sienes con cada reojo, como una colleja de curiosidad cotilla, queriendo saber qué estoy escribiendo. Enfrente hay otro bebiendo agua con gas y un pibe con un traje como de enterrador merodea por el pasillo entre los asientos. El cielo afuera es pálido, sobrepasado por la luz de la tarde, y una encina solitaria se deja merodear -sin más remedio- por los pajarillos que caen sobre sus ramas buscando papeo. El del traje de enterrador ha resultado ser sacerdote, porque si lo miras de frente lleva un alzacuellos. La chica de mi mesa le sonríe al móvil y prácticamente el resto del vagón duerme la siesta. Tan tranquilos que parecen saber algo que yo no.
Uno no puede dejar de mirar a su alrededor. Una familia bangladesí, india o pakistaní, anda armando un follón enorme al final del pasillo del siguiente coche porque uno de sus hijos se está portando mal; en la cafetería, dos vagones más allá, un señor, viejo verde con pinta de tener tres o cuatro pisos alquilados, ojea en la galería de su móvil las fotos de una chica latina infinitamente más joven que él hasta que suena el teléfono y tiene que atenderlo. Qué pensarán de mí, qué seré yo para esta gente, me pregunto. Probablemente nada, probablemente nadie; no más, al menos, que un muchacho callado que ha aprendido a mirar sin que lo miren. El vagón del voyeur, si esto lo hubiera escrito Gay Talese.
Los asientos no tienen cinturón, y pienso qué será de nosotros en caso de chocar con otro tren, pienso en si será suficiente con contar con un sacerdote a bordo y pienso (pienso, pienso, pienso) en por qué un tren no tiene pero un avión sí. En un rincón a mi derecha hay un chaval de mi edad. Más o menos, porque a mi edad uno puede parecer un veinteañero imberbe o un divorciado pasando la crisis de los cuarenta. Yo he decidido pasarla ya, a los veintiocho años, y así una cosa hecha. Encabezando el puño de su camisa, impecable, sobresale un reloj enorme, de esos que de tener tanta pinta de ser carísimos parecen de imitación de mercadillo. Revisa furiosamente -con esa concentración impostada que tienen los personajes de anime- un montón de papeleo y lo recubre de post-its y de anotaciones frente a una señora francesa que no tiene ningún pudor en ver tiktoks a todo volumen. Siempre hay una de estas de guardia en cada tren que cojo.
Miro a mi alrededor, esta vez sin fijarme en nada en concreto, con el pensamiento secuestrado, abstraído, difuminado en una tromba de imágenes borrosas y voces inconclusas, ideas inconexas; disociando, en resumen. Pienso en mí hace un año. Entré en el quinto vagón de un tren de alta velocidad a las seis de la mañana y me sentí más miserable de lo que podía gestionar. Regresaba a casa, derrotado -otra vez- por Madrid, como el Bayern. Desde entonces aprovecho para escribir siempre que viajo porque estos cacharros tienen esa vibración que cataliza el romanticismo con lo costumbrista y despliega una atmósfera en la que, en palabras de otro zagal que se sienta justo detrás de mi asiento, se está chill de cojones.
Vuelvo en mí. Recuerdo quién soy; que ya no soy ese, pero que volvería a serlo; que todo sigue igual, aunque todo haya cambiado; que gracias a Dios esto es así; pienso en que al menos gano mucha más pasta que el año pasado; que a pesar de eso soy ridículamente pobre; recuerdo cuánto ganaba en la consultora; la cara de mi padre cuando lo dejé por esto; lo contento que está ahora. Vuelve a sonar Kortatu, me gustan los trenes.
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