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Valoraciones

Una mujer puntúa un servicio en su tablet en una foto de archivo

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Terminas de leer una novela en un libro electrónico y, antes de que te vayas, te pide que lo valores, ofreciéndote cinco estrellitas para que elijas y decidas hasta qué punto te parece valioso y, por ende, recomendable. 

Vuelves a casa después de un día por ahí y el móvil te recuerda todos los sitios en los que has estado -centros comerciales, cines, cafés, droguerías, supermercados, tiendas de bricolaje- y, naturalmente, te pregunta qué te han parecido, cuántas estrellas quieres darles, si quieres dejar un comentario, una foto o las dos cosas. 

Sales de viaje y, vayas donde vayas, incluso en lugares donde casi no puedes entenderte con los habitantes, en cuanto te han proporcionado algún servicio, lo último que te piden al despedirte es que hagas el favor de poner una valoración positiva en TripAdvisor, Booking.com o cualquiera de las grandes plataformas que se dedican a ofrecer todo tipo de servicios a turistas en cualquier lugar del mundo. Todos quieren ser valorados, juzgados, publicitados. Es como si, por arte de magia, nos hubiera entrado la locura de amar los exámenes que tanto odiábamos durante nuestra infancia y juventud. 

Recuerdo que un compañero mío de la universidad, que estudiaba medicina, al salir del último examen de la carrera, con una sonrisa que le llenaba todo el cuerpo, me dijo: “¡Por fin! Nunca más. Nunca más un examen. Se acabó para siempre.” No he vuelto a verlo desde entonces, pero no me extrañaría que ahora llevase años alegrándose de las valoraciones de sus pacientes por Internet, si llegó a abrir su propia consulta, que era lo que entonces quería. Después de tantos años odiando los exámenes, ahora es posible que se alegre de que le coloquen cinco estrellas en la página web cuando han quedado contentos, porque eso se traduce en nuevos pacientes, mayor prestigio y más ingresos. 

En principio la idea no era mala. Era un paso más allá de lo que hacíamos antes del Internet y las redes sociales. Cuando te había gustado un restaurante, una película, una obra de teatro... cualquier cosa, lo comentabas con los amigos para compartir tu satisfacción y hacerles un favor a ellos, el “boca a boca” se llamaba ese tipo de publicidad, o más tarde el “boca-oreja”, la única que se podían permitir los bares y cafeterías pequeños, las editoriales independientes, las películas que no contaban con un gran presupuesto para marketing, como era el caso de las superproducciones de Hollywood. En general solo se comentaba lo muy bueno o, en algunos casos clamorosos, lo muy muy malo, y los comentarios siempre eran sinceros porque a nadie se le habría pasado por la cabeza mentir al darle una recomendación a un amigo. Si alguien pensaba ir a Madrid un par de días y te preguntaba por un buen hotel a buen precio, le decías lo que supieras por experiencia propia. Lo mismo hacías con sugerencias de libros, películas, restaurantes... y en general, si la valoración no era positiva, solías añadir: “bueno, a nosotros nos pareció caro para lo que era”, o “a mí no me valió la pena, pero...” y explicabas por qué. 

Ahora cada vez es más frecuente que se dé una valoración negativa porque sí. Al fin y al cabo, la cosa es anónima y nadie te va a confrontar con tus opiniones. Yo he oído a varias personas en varios restaurantes amenazar con valoraciones muy negativas para conseguir que les asignaran una mesa con rapidez o que les sirvieran antes que a otros que habían llegado primero. 

No es agradable reconocerlo, pero hay gente que miente porque sí, porque pueden, porque, por primera vez en su vida, pueden dar su opinión, sacar su rabia, su disgusto, su malestar con el mundo y ahora tienen la ocasión, tienen contra quién hacerlo. Hace años, cuando en la universidad de Innsbruck implementaron las evaluaciones de los alumnos a sus profesores -cosa que siempre me pareció bien; yo fui de las primeras en apuntarme a ser evaluada por mis estudiantes cuando aún no era obligatorio- me pasó una cosa curiosa: en uno de mis cursos de literatura en el que casualmente éramos todas mujeres, a la pregunta “¿Trata el/la docente a hombres y mujeres igualitariamente durante la clase y en las tutorías?” una de las asistentes contestó que no, que la docente (que era yo) no trataba de igual manera a los chicos y a las chicas. ¡No había un solo chico en clase! Por lo tanto, o la muchacha no entendió la pregunta, o trataba de bajarme como fuera la puntuación mintiendo descaradamente en su respuesta. 

Yo no suelo dar valoraciones de nada. Primero, me he pasado un par de décadas corrigiendo y poniendo notas a los trabajos de mis alumnos -lo que más he odiado siempre- y, ahora que puedo evitarlo, me siento por fin en libertad y no pienso volver a valorar nada. Segundo, porque no creo que mi opinión sea normativa; el hecho de que a mí me haya gustado una novela, una película, una ferretería, un museo o un hotel no significa que le vaya a gustar a todo el mundo. A veces escribo algo sobre una obra que me ha impresionado particularmente, pero tomándome el tiempo de argumentar, de dar las razones por las que creo que vale la pena, pero el sistema de las estrellas no me convence ni me ha convencido nunca. Sin embargo, conozco a muchas personas que evalúan casi religiosamente todo lo que hacen y usan. De algún modo sienten que han alcanzado una pequeña parcela de poder, y quizá hasta sea cierto porque, en algunas empresas, si un empleado tiene muchas valoraciones negativas o hay muchos comentarios hablando, por ejemplo, de la falta de higiene de un local es posible que las cosas cambien. De hecho, de los pocos servicios a los que sí doy una valoración es a la limpieza de los aseos en los aeropuertos y a la amabilidad -o más bien falta de ella- del personal de control de equipaje. En ambos casos tengo la esperanza de que a quienes limpian se les dé alguna mejora, ya que suelen hacerlo muy bien, y de que a quienes controlan se les explique que la buena educación básica es algo muy importante para tratar con el público, sin que por eso tenga que resentirse el control por el que cobran su sueldo. 

En China, desde hace más de diez años, se ha implantado en algunas regiones el sistema de crédito social por el cual cada usuario recibe valoraciones de su comportamiento público o institucional, tanto si se trata de si paga puntualmente sus impuestos y sus multas de tráfico, como si se trata de si echa sus desechos en la papelera o el contenedor apropiado. Si lo hace bien, acumula puntos y se le considera un ciudadano ejemplar, lo que después le dará pequeñas ventajas como descuentos en la red de transporte o mejores posibilidades para obtener un visado y viajar al extranjero. Por el contrario, si se comporta “mal” y tiene pocos puntos, habrá ciertos obstáculos para conseguir cosas que desea. Es evidente que, como tantas nuevas ideas, esta tiene ventajas y desventajas, pero el sistema puede convertirse en una mordaza, en una censura social generalizada que, además, no depende solo de las leyes, sino de la reacción -siempre imprevisible- del resto de ciudadanos frente al comportamiento de un individuo. Hay un episodio de Black Mirror que trata precisamente de esto y se escribió sobre la época en que se hizo pública la idea del crédito social. En cuanto se reflexiona un tiempo sobre esta idea se descubre que, concretamente en este caso, Jean Paul Sartre tenía toda la razón al decir que “el infierno son los demás”. 

Aquí aún no hemos llegado a ese punto, pero piensen un poco si vamos en buen camino con ese afán de valorar anónimamente todo lo que se nos cruza por delante. De momento lo estamos haciendo los usuarios, los clientes... pero pronto todo el mundo podría valorar a todo el mundo, pronto podríamos empezar a perder puntos por nuestras opiniones, nuestra forma de actuar, de vestirnos, de reír o de no reír frente a este o aquel comentario de otra persona... piensen si les gustaría estar siendo perpetuamente observados, evaluados, puntuados, un examen tras otro para los que ni siquiera hemos podido prepararnos porque no sabemos qué temas entran, ni siquiera cuál es la asignatura. 

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