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Vida de una escritora

Annie Ernaux, premio Nobel de Literatura. EFE/Carmen Rodríguez

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El otro día me desvelé bien temprano, apenas eran las seis de la mañana de un domingo de enero. A veces, sucede que, despertarse así, más que un fastidio, es una oportunidad para arrancar alguna hora a la vida, al tiempo. Antes de que todos se despierten y se haga de día y los ruidos cotidianos y el runrún al otro lado de las finas paredes de mi casa y la vocecilla de mi hijo lo inunden todo —el espacio y a mí misma—, me abrigué como pude y me asomé a una ventana. Afuera todavía era de noche, las bombillas de las farolas alumbraban la calle desierta, solo se escuchaba el lejano maullar de un gato y el correr del viento. En cualquier momento, mi hijo podría despertarse y ese relámpago de misticismo llegaría a su fin conmigo deambulando por la casa de heladas baldosas. Tenía mucho trabajo pendiente. Y siempre que me despierto a esa hora pienso en Sylvia Plath, que se sentaba al alba en su cocina para escribir antes de que el llanto de sus hijos rompiera el silencio. Me acordé de ella y de muchas otras escritoras que madrugaban o trasnochaban o armaban sus libros en las siestas de sus hijos. Y pensé también en Annie Ernaux y en su mujer helada: «Cuidaré, pasearé al crío. Oh qué bonitos los domingos…». 

De alguna manera, necesitaba sentirme reconfortada. El frío se colaba por las ventanas, comenzaba a tambalearme pensando en todo lo que podría hacer, en todo lo que debía hacer para apurar el tiempo y, en lugar de ser eso que llaman “productiva”, renuncié a mi propia autoexigencia y me senté a ver el documental “Los años de súper 8” de Annie Ernaux y su hijo David Ernaux-Briot. El impacto de esta breve película casera fue tan fuerte que, cuando mi hijo se despertó poco después de que acabara, yo seguía secándome las lágrimas y tomando notas apresuradas en mi cuaderno. 

Cuando Annie Ernaux tenía apenas 32 años, antes de publicar su primer libro, ya era escritora, pero nadie lo sabía. Tenía una familia: un marido, dos hijos pequeños, una madre que vivía con ellos. Annie Ernaux era entonces una profesora de instituto que quería ser escritora, pero que vivía encerrada en otra vida. Como si fuera una matrioska: una mujer dentro de otra mujer dentro de otra mujer, más y más pequeña cada vez, en una sucesión infinita. Mujeres atrapadas por la tradición, por las expectativas sociales y por la mística de la feminidad. El documental está compuesto de imágenes familiares grabadas por su marido, Philippe Ernaux, entre 1972 y 1981. Esta película muestra la intimidad de una familia, es decir, algo tan pequeño, tan cotidiano como insignificante para la historia del mundo y de la literatura. Pero sucede que, a veces, esos pequeños fragmentos de vida son una pieza esencial, una pieza que nos falta para comprender la vida de una escritora. Esos pequeños, insignificantes, cotidianos momentos de vida son las entretelas, los hilos que terminan cosiendo y dándole sentido a la obra de una Nobel. 

Las imágenes se suceden: unos niños que rasgan el papel de regalo la mañana de Navidad, que soplan las velas de una tarta, que recorren calles y campos y saltan y juegan y miran atentamente a la cámara como un objeto extraño y exótico. El padre de estos niños apenas sale, es el ojo que registra los movimientos y los rostros, es quien sigue a Ernaux por la casa, leyendo tumbada en la cama, posando junto a su madre en la nieve o paseando por ciudades extranjeras. Los fotogramas sin sonido y de colores desvaídos son el fondo que complementa a un hermoso y emocionante texto locutado por la propia Annie Ernaux. «Es un deseo natural —nos dice— querer retener los momentos felices y las cosas bellas que se perciben en las imágenes de la primavera y el verano de 1972. Graba lo que nunca verás dos veces…». 

La Ernaux que vemos en las imágenes, con sus vestidos setenteros y su larga melena es una mujer helada, escondida, empujada al fondo de esa matrioska y congelada ahí, justo en el centro. Una la ve y no puede evitar sentir cierto desasosiego. Ya sabemos cómo acaba la historia: se separó, escribió muchos libros, recibió el mayor reconocimiento literario. Y precisamente por eso es tan valioso el testimonio. Una Ernaux de 80 años que emprende el camino de vuelta a la mujer que fue y con honestidad, sin pudor, con toda la naturalidad del mundo y con la libertad aquella de la que hablaba Virginia Woolf —«si tenemos la costumbre de la libertad y la valentía de escribir exactamente lo que pensamos»— que se expone de esta manera como si viniera, más que del pasado, del futuro a advertirnos: «Detrás de la imagen de la joven madre anodina, no puedo evitar recordar a una mujer atormentada en secreto por la necesidad de escribir y, como anoté en mi diario, “de reunir todos los acontecimientos de mi vida en una novela, violenta y roja”». 

Annie Ernaux escribía en secreto. Nadie lo sabía. Ni su marido ni su madre ni sus hijos. Era una escritora pequeña, una escritora secreta, una impostora. En la pantalla, se ve a una Ernaux que pasea por el campo, que se asoma a una piscina, una mujer aparentemente, ¿feliz? Pero su voz le quita la máscara: «En la piscina pensaba en el manuscrito terminado que esperaba en el cajón del escritorio, esperaba que me salvase pero no sabía de qué». En ese momento, a sus 32 años, tenía guardado en un cajón el manuscrito de su primer libro Los armarios vacíos. Un día, decidió enviar el texto a Gallimard y la editorial lo publicó en la primavera de 1974. Poco después, escribió La mujer helada como una visionaria: la rabia de una mujer empujada al fondo de un matrimonio justo en el momento en que su matrimonio comenzaba a desintegrarse. «¿Pero qué historia se contó en este desfile de imágenes sin más sonido que el crepitar del proyector?», se pregunta Ernaux. «Se necesitaban palabras para dar sentido a este tiempo de silencio». Las palabras de una escritora que nunca más volvió a ser una mujer en silencio. 

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