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Los vigilantes del aborto

Varios carteles protestan contra el acoso a las puertas de las clínicas de abortos.
24 de abril de 2022 22:20 h

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La cámara se pega a la espalda de la protagonista y deja su cuerpo y su rostro fuera del campo visual en el momento del aborto. Sí puedes ver la tensión extrema en las piernas y en las manos, que agarran una sábana desplegada sobre el suelo con tal potencia que parece que las baldosas se pudiesen llegar a plegar. Y desde tu butaca dejas de ser espectador para entrar su cuerpo contorsionado y doliente. Sufres incluso antes de ver. 

La escena en cuestión aparece en la película ‘El acontecimiento’, título de la novela de Annie Ernaux, en la que la escritora relata su aborto clandestino realizado en enero de 1964. Annie tenía 23 años, estudiaba literatura, soñaba con escribir, con no ser una ama de casa más. Pero tuvo un embarazo no deseado. La novela ha sido adaptada al cine magistralmente por Audrey Diwan e interpretada también magistralmente por la actriz Anamaria Vartolomei. Mantiene esa sensación de diario personal filmado, con encuadres muy cerrados e íntimos. Es una experiencia, a veces asfixiante, que te lleva a experimentar la angustia total de la protagonista, su soledad, su desesperación, en un momento en el que el aborto en Francia no era ni objeto posible de discusión, era sencillamente delito. Ves, y sientes antes de ver, cómo pasan las semanas, cómo se acaba su tiempo.

Lo primero que hice al salir del cine fue comprobar el año en el que la película, y por tanto la novela, están contextualizados: 1964. 22 años después entró en prisión la última mujer que lo hizo en España por abortar. Se llamaba Gracia Gutiérrez y utilizó perejil, jabón y agua para desprenderse de un cuarto hijo que no podía criar. Año 1964. Me impactó la distancia temporal con la fecha porque parte de esa angustia y soledad que describe ‘El acontecimiento’ sigue vigente sesenta años después. 

Sigue vigente, por supuesto, en países con leyes restrictivas como El Salvador, Nicaragua, República Dominicana o Malta. Sigue vigente en países que han endurecido recientemente sus leyes como Polonia, donde la nueva normal prohíbe abortar en caso de malformación. O en lugares que directamente han pasado a premiar la vigilancia antiabortista. En Texas, se promulgó el pasado mes de septiembre una restricción a la interrupción del embarazo que roza la prohibición. El aborto se impide a partir de la sexta semana, cuando la mayoría de mujeres aún no conocen su estado. Y además, permite que cualquier persona presente una demanda contra los cómplices del aborto, ofreciendo recompensas de hasta 10.000 dólares

Podría parecer un tema más que superado en otros países, como España, donde las leyes sí se adaptan a la realidad social. Pero aquí también permanece cierto cerco de vergüenza, de tabú; con derivaciones constantes a clínicas privadas, desplazamientos entre comunidades a consecuencia de objeciones de conciencia de los médicos, trabas burocráticas, procesos autómatas en salas oscuras sin acompañamiento; un enjambre de culpa y acoso. 

El aborto nunca ha dejado de estar en el punto de mira. Siempre ha sido y seguirá siendo objeto de debate porque una sociedad democrática puede y debe acomodar desacuerdos en cuestiones tan importantes. Pero la conclusión, década tras década, siempre ha sido y será la misma: prohibirlo nunca ha terminado con él, solo ha terminado y terminará con mujeres abortando en clandestinidad, con métodos peligrosos, empujando a muchas otras a que sea una opción fuera de su alcance económico. Y mientras hay avances en países como Argentina, Chile o México, en otros, como EEUU, ha aparecido una nueva generación de leyes que invierten el paradigma legal: se respalda el vigilantismo social. La opinión del otro, su ojo censor, vale más legalmente que la propia autonomía personal. 

Con el aborto la historia se muestra como un círculo cerrado, un Gran Premio con vueltas rápidas y lentas, entradas y salidas, pinchazos y poles, con algunos países regresando al punto inicial de partida. Y con las mujeres en las gradas, como simples espectadoras de un debate social, legal y político, incluso moral, sobre sus cuerpos y sobre su salud.

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