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El voto de mi hijo

Votaciones.

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El próximo 19 de junio será la primera vez que mi hijo ejerza, una vez alcanzada su mayoría de edad, el derecho al voto. El destino y los calendarios electorales han querido que su estreno en las urnas sea en los comicios andaluces. Para mí, que llevo décadas explicando a mi alumnado la importancia del sufragio y el valor de la democracia, será un día emocionante, casi una especie de ritual laico que confirmará que Abel, al que hace nada cuidaba con los mimos de un padre imperfecto, es todo un ciudadano. Seguro que recorrerá mi cuerpo un ligero cosquilleo cuando lo acompañe al colegio electoral y lo vea hacer uso de esa porción de soberanía que, aunque nos creamos que es insignificante, tiene tanto peso en la definición quiénes ocuparán las instituciones en representación nuestra. Durante muchos años él vino en muchas ocasiones conmigo a votar y le expliqué cómo había que hacerlo, para qué servían las urnas o por qué había tantas papeletas sobre una mesa. Ahora, me toca quedarme unos pasos hacia atrás y dejar que él, desde sus convicciones y conciencia, y no sé si con más dudas que certezas, escoja y se acostumbre a vivir la democracia de manera responsable. Consciente de lo valiosos que son los derechos, de lo que ha costado conseguirlos y también, claro, de lo fácilmente que nos pueden ser arrebatados. Será pues un domingo de celebración familiar y política, de recuperación del sentido de utopía que tiene la democracia pero también de la memoria que la hace posible. En mi emoción estarán, sin duda, mi abuela que siempre votó militante por Felipe González, aquella otra a la que había que leer las candidaturas porque no la llevaron al colegio, o sus madres que nunca pudieron ejercer la ciudadanía.

Viviré ilusionado la jornada del 19J, pero también con miedos e incertidumbres. Porque me preocupa el retroceso que estamos viviendo con relación a todo lo que me ocupa y preocupa desde hace años como constitucionalista y feminista. Porque siento cercano el riesgo de que muchas conquistas igualitarias sufran un serio retroceso y tengamos que volver casi a empezar de cero. Porque me apena que la izquierda no esté siendo capaz de armar un proyecto y unas estrategias capaces de afrontar la complejidad del siglo presente y las necesidades de una ciudadanía que, en medio de tanta crisis, acaba dejándose llevar por las propuestas más emocionales y populistas. Porque en este contexto de ola conservadora, y de negación de tantas evidencias, me preocupa especialmente cómo una buena parte de la juventud está comprando el discurso reaccionario, como si ahora lo rompedor fuera proclamarse machista, criticar a las feministas y exhibir una hipervirilidad que en realidad tanto nos jode a los hombres. Porque no tengo más remedio que hacer autocrítica y plantearme si no lo hemos hecho como mínimo regular a la hora de explicar y comunicar dónde están las raíces de la desigualdad y cuáles son las llaves para superarla. Porque también yo he sido en muchos momentos parte de debates airados y que más que aportar ideas positivas al personal, no han hecho sino generar confusión, enredos y frentismos. Porque tal vez nos hemos quedado en las nubes de los conceptos y no hemos descendido a las “cosas del comer”.

No me gustaría caer, sin embargo, en la improductiva melancolía que con frecuencia convierte a la izquierda de este país, muy especialmente a su electorado, en un alma en pena que sustituye la vindicación por la queja. Preferiría poner todas mis energías justo ahora, aunque quizás sea demasiado tarde, en poner de relieve cómo cuando votamos no solo deberíamos hacerlo pensando en lo que está por construir sino también, y aunque pueda parecer muy conservador, en lo que podemos perder. Una referencia que nunca deberíamos olvidar si pensamos que los derechos nunca son conquistas definitivas sino que hay que estar permanentemente luchando por ellos.  Un proceso ante el que no todas las ofertas políticas son lo mismo, por más carencias y debilidades que detectemos en todas ellas.  Tendríamos pues como electores y como electoras que saber diferenciar muy bien entre quienes están por la labor de avanzar en derechos, de corregir desigualdades y de reconocer la memoria, frente a quienes nos plantean un escenario de restricciones, supuestas libertades sacrosantas y confianza en los mecanismos reguladores del dios mercado. Entre quienes son capaces de valorar todo lo construido durante décadas en este país tan dado a autoinmolarse y quienes se nos presentan como salvadores. Entre quienes son capaces de atisbar, al menos atisbar, los escenarios de incertidumbre y complejidad, frente a quienes los niegan en nombre de recetas archisabidas. No se trata pues de hacer solo una lectura atenta de los programas electorales, o un análisis sesudo de las competencias y habilidades de candidatos y candidatas, sino también del recorrido previo, de las genealogías de cada cual y de la capacidad de cada fuerza política para situarse y situarnos en las tesituras de este jodido siglo XXI.

Me gustaría, en fin, que el voto de mi hijo, y el de tantos jóvenes como él, no fuera el resultado de la desesperación, o de la moda reaccionaria que la machosfera convierte en seductora, o de esa pasividad que acabo entendiendo porque tampoco es que le estemos dejando un mundo muy habitable que digamos. Hace ya tiempo le leí a la sabia Belén Gopegui que los padres y las madres solo podemos vivir hacia la ideología que de nosotros recibirán nuestros hijos. Ello supone un permanente toque de alerta y una mirada necesariamente proyectada hacia el futuro. No sé qué papeleta depositará mi hijo el próximo 19J, pero sí sé que yo votaré pensando en la Andalucía que me gustaría dejarle a su generación. En esa utopía que ojalá él pueda vivir de manera más próxima a la realidad.

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