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Esenciales

Una profesora desinfecta las manos de una alumna antes de la entrada al colegio / Europa Press

Juana Vázquez Torres

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Somos esenciales, dicen. Sustanciales, principales, notables.

Lo somos antes de la pandemia, después y durante.

Ya que estamos en el durante, voy a contar a qué se reduce la especialidad de nuestro servicio que también es público, o sea: conocido o sabido, que se hace a la vista, pertenece al estado o a otra administración, accesible. Diga lo que diga la academia, parece que nadie conoce en serio a qué nos dedicamos los y las que ejercemos el magisterio, la enseñanza, la docencia.

Básicamente, nos hemos convertido en vigilantes y burócratas, me cuesta bastante establecer la proporción. Sólo puedo asegurar que en el cómputo horario diario, festivo y vacacional, todo junto, no queda espacio apenas para la que debiera ser nuestra función principal, educar, enseñar, formar.

No es nuevo, ni pandémico, pero sí que el bicho ha agravado estas circunstancias y cargado a nuestras espaldas más burocracia, más control, más vigilancia y una responsabilidad que sinceramente no nos compete pero que hay que tragar sin rechistar. Es nuestra obligación, piensa y dice eso que llamamos sociedad, y que sin embargo no admite a las claras que la conciliación no es cosa tan nuestra, como de las empresas. Pero, como siempre, pagamos los y las que trabajamos, los y las que estamos en medio.

Así que sí, claro que somos esenciales. Pero no en la sagrada función de fomentar en nuestro alumnado el espíritu crítico. Somos esenciales para el capitalismo, para las empresas que necesitan mano de obra barata y acrítica, y para el estado, naturalmente. Por eso no se duda en sacrificarnos si hace falta, desde sus despachos calentitos.

De lunes a viernes, trabajo en un sitio cerrado. En realidad, en varios sitios cerrados contiguos, que comparto con más gente. Es un sitio donde siempre hay movimiento de personas. Mi turno es vespertino. Con el bicho, las ventanas y las puertas tienen que estar abiertas, llueva, haga calor o frío. Las temperaturas se alejan cada vez más de los 17 grados que marca la ley, por debajo.

No hay día que no haya actualización de positivos.

Esta semana, el miércoles, una compañera de trabajo se puso mala, le dolía la cabeza, el cuerpo y le había salido una pupa en la boca. Se quedó aislada en casa, hoy le han hecho la PCR y hasta el lunes no le dan los resultados. Otro compañero y yo compartimos espacio y hay más gente que viene y va del lugar de trabajo, y así seguimos haciéndolo. Pero es que también tenemos que movernos en otros espacios, en cuatro más en mi caso, con más gente involucrada. Hoy viernes, cuatro personas de uno de esos espacios están confinadas a la espera de la prueba. Una de ellas estuvo el fin de semana pasado con su familia, el lunes empezó a tener síntomas leves pero no dejó de acudir a mi centro de trabajo y a regañadientes ha admitido que en su familia están dando todos positivo. Esta persona convive con otras dos más y en su piso acuden otras personas que también lo hacen a mi centro de trabajo. Toda la semana han ido allí. Los que quedan, cuando llegan los descansos, aprovechan para quitarse la mascarilla, fuman juntos y se rozan. Mi mente ha empezado a seguir las direcciones de ida y vuelta a diestro y siniestro, sobre la cada vez más grande telaraña de posibles contagios en cadena e in crescendo, pasando por amistades, familias y transportes públicos y privados. No era la teoría de las cuerdas, solo la aplastante realidad de la conciencia con la que asumes que eres pura carne de cañón en esta pantomima protocolaria en la que se falsean las cifras para que salgan las cuentas, mientras se hacen en paralelo llamadas al autoconfinamiento después de salvar otra estación más.

Mi centro de trabajo es un instituto público andaluz.

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