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Reinas de la resistencia
Hace unas semanas se retiró Serena Williams, la tenista que ha ganado más títulos de Grand Slam en la Era Abierta, entre otras estadísticas de récord. Lo hizo en casa, en el Abierto de Estados Unidos, donde, a sus cuarenta años y después de unas últimas temporadas intermitentes, logró avanzar hasta la tercera ronda, más de lo que los organizadores del torneo esperaban. Desde el primer partido estaba todo preparado para la despedida, y entre el público abundaron las muestras de afecto y admiración. Justo lo que cabe esperar cuando dice adiós una de las deportistas más importantes de la historia.
Sin embargo, los aficionados no siempre trataron a Serena Williams y a su hermana con esta calidez, a pesar de que brillaron desde el comienzo de sus carreras, allá por los años noventa. Ni siquiera los de su propio país: en la final del torneo de Indian Wells 2001, en California, la jugadora y su familia recibieron abucheos e insultos racistas hasta el punto de necesitar un guardia de seguridad adicional en el palco. El público se mostró indignado porque la semifinal, que debían disputar ambas hermanas, no llegó a jugarse por una lesión de Venus Williams de la que muchos recelaban; nada que justifique una reacción de tal calibre, en cualquier caso. Con todo, Serena se sobrepuso al escarnio y ganó el torneo. Eso sí, las hermanas tardaron catorce años en volver a disputarlo.
A lo largo de su carrera, Serena ha soportado muchas afrentas, por mujer, por negra, por su complexión atlética, por su temperamento en la pista. Hubo una época en la que era habitual referirse a ella en masculino e insinuar, en tono jocoso, que debería jugar en el circuito de los hombres. Nunca recibió tantos ingresos por publicidad como su rival Maria Sharápova, pese a tener un palmarés mucho más pródigo. Es justo reconocer que a veces Serena no ha sido una víctima de las circunstancias sin más y que ella misma se ha labrado las antipatías, por ejemplo, por su mal perder, la falta de deportividad hacia algunas oponentes o por intentar justificar lo injustificable hablando de discriminación cuando no se trataba de eso. Aun así, sus méritos deportivos están ahí, y su historia, con una hermana asesinada por el narcotráfico y un padre-entrenador inflexible, también.
La cuestión es que, por mucho que hayan desconfiado del método Williams, por mucho que les haya costado empatizar con Serena, al final, en su despedida, los aficionados, el mundo del tenis, su país, estaban a su lado. Como si, tras más de dos décadas de éxitos y polémicas, por fin hubieran aprendido a valorarla, a quererla tal como es, a poner su espíritu de lucha y sacrificio por delante de cualquier eventualidad extradeportiva.
Estos días ha habido otra despedida, la de la reina Isabel II de Inglaterra. No hace falta repetir su trayectoria; basta recordar que vivió situaciones que hicieron trastabillar su hegemonía, a las que no obstante se sobrepuso hasta culminar su reinado como una soberana querida. Salvando las distancias del rango y el contexto del país, hay cierto paralelismo entre ella y la reina emérita Sofía: ambas son mujeres de alcurnia, educadas en la contención, en guardar las apariencias, en tragar sapos, en poner el interés de la institución que representan por delante de sus sentimientos y apegos. Esa supuesta «frialdad» se la afearon a Isabel II, pero pasaron las décadas, se mantuvo fiel a sus principios y acabó convertida en una anciana que hasta en su última aparición pública esbozó una sonrisa entrañable. El hecho de que acompañara a tantas generaciones de británicos la convirtió en una presencia que, ante todo, inspiraba esa seguridad de las estructuras que permanecen sólidas con el tiempo. También Sofía sigue siendo una figura valorada dentro de la familia real española. El hecho de que tanto la una como la otra hayan sido percibidas como «víctimas» de los tejemanejes de sus allegados (masculinos), mientras que ellas en cambio se esforzaban por cumplir con su papel, tampoco es baladí.
La palabra clave es resistencia. Quizá comparar a Serena Williams y a la reina Isabel II a primera vista parezca fuera de lugar (una desarrolló su carrera con músculo y sudor, la otra heredó una responsabilidad, por no hablar de las diferencias de carácter), pero las dos tienen en común la capacidad de sobreponerse, de perseverar, de esforzarse siempre un poco más por hacer las cosas (un partido, un acto institucional) bien. El aprendizaje que dejan estas despedidas es que, al final del trayecto, más que los aciertos, más que los errores, prevalece el respeto por quien siguió ahí. Esa naturaleza imperturbable de Isabel II incluso se puede ver, en esta época de individualismo, como una cualidad en peligro de extinción, y por eso se aplaude aún más. La fuerza arrolladora de Serena en la cancha es asimismo loable en un contexto donde se dan tantos altavoces a discursos victimistas.
En la ficción, no son los héroes perfectos ni los malos malísimos los que dejan huella, sino aquellos personajes con aristas que se enfrentan a adversidades y crecen con ellas, venciendo, equivocándose, aprendiendo, volviendo a caer. No se rinden. En la vida real, ellos son quienes escriben la Historia.
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