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Juan Latino, de esclavo a catedrático de Gramática en la España del siglo XVI

Juan Latino

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La exposición del malagueño Juan de Pareja, pintor afrohispano, inaugurada el 3 de abril en el Metropolitan Museum of Art de Nueva York, nos ha revelado al común de los españoles no sólo su importante obra pictórica sino su condición de alumno, ayudante y esclavo negro de Velázquez. Lo que me ha traído a este Memorando la historia casi contemporánea a la de Pareja de otro genio esclavo, negro y español, en este caso poeta y gramático: Juan Latino.

Es llamativo que en la Europa renacentista, significadamente en la España del siglo XVI, la suerte del indio occidental despierte tanto cargo de conciencia, disquisiciones legales y teológicas y, en cambio, la esclavitud del negro sea natural y el reconocimiento de la naturaleza humana de aquél no suscite dudas sobre la 'animalidad' de éste... 

Humanistas, renacentistas, sí, pero siempre dentro de un orden, cargados de miseria humana, como revela la 'anécdota', dicen los anecdóticos, que protagonizó el poeta músico Gregorio Silvestre Rodríguez de Mesa (Lisboa, 1520-Granada, 1569) en la tertulia poética granadina de la Cuadra Dorada; un altivo quien, ante las quejas de un interlocutor de raza negra por ignorarlo en la conversación, le espetó: “Perdone, señor maestro, que entendí que era sombra de uno de estos señores”.

La víctima del cinismo de Silvestre es una atractiva figura del primer Renacimiento español: Juan Latino (Baena?, 1518-Granada, 1596?), quizá el primer poeta español de piel negra desde que los negros llegados de África –que alguna versificación ingeniarían a fin de seducir a hembras y poderosos– para civilizar las despobladas tierras del norte perdieran la melanina innecesaria y sus Rh, se diluyeran en las leches de unos y de otros. Oficialmente, fue hijo de esclavos negros –'etíopes' se llamaba a todo africano negro, aunque seguramente eran guineanos, o guineos– del segundo duque de Sessa, Luis Fernández de Córdoba, hijo del Gran Capitán, pero la prensa del corazón de la época, es decir, los chismosos de toda la vida, se maliciaban que era fruto del vientre asaltado de una esclava negra del y por el dicho duque.

En ese caso, Juan Latino, aún llamado Juan de Sessa, sería hermanastro de Gonzalo Fernández de Córdoba, quien, en todo caso, fue su amigo y protector durante toda su vida. La sentida elegía que le dedicó Juan Latino en su muerte en la batalla de Alcazarquivir, en 1578, es un reconocimiento hacia quien había superado prejuicios y lo había tratado como a un hermano y, como su padre, no sólo lo había librado de la esclavitud sino que le había dado la oportunidad de ser un hombre ilustrado cuya compañía, enseñanza y consejo buscaron sabios y personajes de toda la península.

La historia de Juan Latino es de las que desmienten el tópico del “era la época”: acaso por ello se –nos y les– escamotee en la educación secundaria... O, peor, por su inteligencia, porque cabezas más turbias o, al menos, tanto como la del Silvestre, no podían asumir que un negro esclavo dijera a Juan Méndez de Salvatierra, arzobispo de Granada de 1577 a 1588 y también de cuna pobre: “Tanto pueden las letras que, al faltarnos éstas, ni vos saliéredes del campo tras de un arado ni yo de una caballeriza almohazando caballos”.

Hijo de esclavos, o de amo y esclava, era ligeramente mayor del que sería el tercer duque de Sessa y juguete viviente del primogénito; por eso asistía, como 'objeto' oyente, a las enseñanzas de Gonzalo, pero con tanto aprovechamiento como él. De modo que el amo, padre o, sencillamente, 'persona humana' Luis Fernández de Córdoba, decidió manumitirlo cuando, tras enviarlo a la Universidad de Granada como sirviente de su hijo, siguió las clases del gramático Pedro de Mota a través del ojo de la cerradura del aula, a la que se le negaba acceso, pero que su tesón e inteligencia le abrirían de par en par. Ducho en lenguas clásicas y en música, en 1546 recibió el grado de Bachiller y, manumitido, la cátedra de Gramática y Lengua Latina del Colegio Cardenalicio de la Catedral de Granada, por encargo del arzobispo Pedro Guerrero. Primer hombre negro europeo en acceder a tal puesto, como ya lo había sido en dar sus poemarios a la imprenta.

Paralelamente, se desarrolla una historia de amor. El licenciado Carleval, administrador del duque de Sessa, le pide que instruya a su hija, “famosa en toda la ciudad por su extraordinaria belleza”, prometida a –más que de - Fernando de Córdoba y Válor (1520-1569), noble morisco que sería el futuro Abén Humeya, Ibn Umayya, proclamado rey por los moriscos granadinos, a quienes capitaneó cuando se rebelaron contra el autoritarismo intolerante del rey Carlos I.

Parece que la joven y bella Ana, nada más sopesar el talento de su profesor no quiso saber de otras enseñanzas ni de promesas vicarias paternales de matrimonio. Dice la leyenda dulce que hasta tal punto sabía el alcance de las enseñanzas de Juan que mandó a sus amas que le cosieran las faltriqueras de sus faldas, a fin de que las estribaciones del monte que su ciencia no era capaz de escalar tampoco lo lograra la mano negra de palma blanca del docente.

Juan y Ana contraen matrimonio, en 1547 o 1548, “acaso impulsado por algún hecho consumado” –o sea, 'de penalti' avant la analogía–, dicen las malas lenguas de hoy sobre los sucesos del corazón de ayer... Se supone que el apoyo tan decidido del duque de Sessa desanimó al burlado prometido, pues apadrinó tan sugestiva historia de amor, extinguió todo lazo de esclavitud y su esposa, María de Mendoza, fue madrina de la primera hija, Juana, bautizada el 30 de junio de 1549. Sin duda, pues, en otro caso, parece impensable ésa que llaman “pintoresca unión en la España de la época”, aun siendo cierto que “no es muy frecuente en otras sociedades antiguas o modernas la unión de un esclavo guineo con una bella señorita de la alta sociedad, lo que constituye una nota de gloria en cuanto a la apertura de la sociedad española de entonces, que realizó en América un mestizaje que no se realizó por otras culturas en otras colonizaciones, por ejemplo la anglosajona”. Vale: que viva España, pues.

Pero si el humo aromático de tanto golpe de incensario no ha de tapar las medallas del pecho patriótico, tampoco ha de encubrir la miseria racista de quienes rabian porque “el negro” haya enamorado a una de las bellezas de la ciudad, disponga de una cátedra eclesiástica, sea demandado por las familias más ricas como instructor de sus retoños, vengan intelectuales de toda España y del extranjero a departir con él y, por si no fuera bastante, pretendan otorgarle la cátedra de Gramática de su maestro Pedro de Mota. ¿Hasta dónde vamos a llegar? Hasta el rey, Felipe II, a quien recurre el arzobispo Guerrero con un memorial de los méritos de Juan Latino para que la miseria humana no le arrebate la cátedra, que finalmente le es concedida en 1556, siendo aún bachiller y faltándole tres meses para alcanzar la licenciatura que le abría las puertas de la universidad fundada por Carlos I y las de todos los claustros universitarios de la cristiandad. Y también las de la tertulia de Alonso de Granada y Venegas, con Luis Barahona de Soto, Diego Hurtado de Mendoza, Hernando de Acuña: donde tuvo lugar el ingenioso despliegue de maldad racista del portugués Silvestre que hemos contado.

Y fin: Ana y Juan tuvieron dos hijos más –otros dicen que catorce...–, vivieron felices, comieron perdices y etcéteras: unas más sabrosas que otras, sin duda.

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