El miedo tiene mala fama, pero es una herramienta muy útil en las pandemias
El miedo tiene mala fama como herramienta para conseguir que los ciudadanos cambien de conducta en un momento de crisis. A lo largo de la historia, se ha utilizado muchas veces con las peores intenciones, sobre todo, para alentar peligros imaginarios con los que azuzar el odio o la guerra. En el historial de los grandes discursos políticos, se cita con frecuencia una de las primeras frases de Franklin Roosevelt en su intervención al tomar posesión como presidente de Estados Unidos en 1933: “En primer lugar, déjenme afirmar mi profunda convicción de que lo único a lo que debemos tener miedo es al miedo mismo, al terror indescriptible, sin motivo ni justificación que paraliza los esfuerzos necesarios para convertir la retirada en progreso”.
A los políticos les encanta inspirarse en las palabras de Roosevelt, también durante esta pandemia, para demostrar que no todo está perdido, que la situación es horrible, pero no irreversible, que hay motivos para el optimismo en el caso de que la gente haga lo que debe. Evidentemente, si todo estuviera perdido, el primero en pagar el precio político sería el Gobierno. Hay que vender optimismo, porque el pesimismo es un arma trituradora de gobiernos.
De ahí viene esa necesidad no muy inteligente de cantar victoria antes de tiempo. El Gobierno de Pedro Sánchez lanzó a finales de mayo la campaña 'Salimos más fuertes', un ejercicio de homenaje colectivo que era evidente que iba a verse desmentido o incluso ridiculizado por la realidad. El PP de Madrid difundió un vídeo en julio que celebraba cómo Isabel Díaz Ayuso había salvado a Madrid y hasta a España. En ese discurso de propaganda, la heroína pasó a ser luego la víctima de los oscuros designios de sus rivales cuando se vio que el mensaje anterior era casi una broma macabra.
Ahora nos encontramos ante la prueba más difícil en el periodo de tiempo posterior a la primera oleada de primavera. La Navidad es la peor situación que se pueda concebir en una pandemia como esta. Reuniones en interiores durante varias horas de personas que viven en hogares diferentes. El frío de diciembre que hace mucho más difícil ventilar las viviendas. El cansancio psicológico que pide a gritos visitar a los seres queridos a los que no se ha visto en meses.
A ello se han unido los políticos que fueron incluso más rápidos que los ayuntamientos que colocan un mes antes las iluminaciones navideñas. Ya en octubre estaban pidiendo medidas para “salvar la Navidad”. “Casado ve imprescindible salvar la campaña de Navidad”, titularon algunos medios. No fue el único. Era una quimera que estaba fuera del control de las autoridades. El personal sanitario fue quien dio la respuesta adecuada: “Hay que salvar vidas, no la Navidad”.
En la rueda de prensa del jueves, una periodista preguntó a Fernando Simón si se habían planteado “cancelar la Navidad”. Era una de esas preguntas en las que da igual lo que respondas. Siempre vas a quedar mal con alguien. “¿Cancelar totalmente las navidades? Eso ya no lo sé”, comentó en primer lugar mientras buscaba la respuesta. Al poco encontró una: “No se trata de cancelar la Navidad. Hay que cancelar una forma de celebrar la Navidad”. Salió bien del envite, pero tampoco importa mucho. No pasa de una recomendación y es imposible saber cómo la aplicarán millones de personas.
Los gobiernos son como los materiales. Cuentan con una tensión de rotura que los puede quebrar a partir de un punto determinado. En su capacidad de dar malas noticias, tienen un límite y prefieren no acercarse a él.
Paga impuestos. No pises la línea continua con el coche. Lleva a los niños al colegio. Los gobiernos se manejan mucho mejor con las órdenes y prohibiciones. Es la mejor garantía de que la gente haga lo que debe en beneficio de todos los demás. La gente tiende a hacer lo que no está prohibido y siempre encuentra excusas, o razones que cree bien fundadas, para desconfiar de las autoridades.
Quien no pierde la oportunidad de mostrarse firme es el ministro de Sanidad. No se le puede calificar de ambiguo en sus declaraciones. “Lo que hay que hacer en Navidad es no moverse y quedarse en casa”, dijo Salvador Illa el miércoles. No debe haber movilidad entre comunidades autónomas, añadió, aunque eso no cuenta para familiares y allegados. El Gobierno podría haberse puesto duro y ordenado el confinamiento de cada ciudad o comunidad autónoma. Tampoco sería una medida infalible. Dentro de cada región, habrá muchos encuentros familiares en los últimos días del mes.
Hace ya muchos meses que vio que tenía cerca la tensión de rotura y decidió que había llegado el momento de compartir la carga con los gobiernos autonómicos, esos mismos que se habían quejado antes de que no se les consultaba.
Ahora estos hacen las dos cosas al mismo tiempo: critican que no se les consulte –por ejemplo, sobre vacunas– y al mismo tiempo que se haya dejado en sus manos tomar medidas más drásticas. Es complicado tener claro cuándo quieren que les lleven de la mano y cuándo prefieren ir solos.
Cada Gobierno autonómico tiene la opción de endurecer las normas. Lo ha hecho el valenciano, que ha vetado los viajes a la comunidad de familiares de residentes, o el de Castilla y León, que ha dejado fuera a los allegados. El PP lo considera un desastre. “¿Por qué tiene que haber una Nochebuena distinta en Madrid que en Extremadura?”, dijo esta semana Teodoro García Egea, número dos del PP. Quizá porque el número de casos por 100.000 habitantes en 14 días sea distinto en Madrid (276) que en Extremadura (231). O porque en ambas es superior al de Castilla y León (173) o Andalucía (135). ¿Es complicado entender la diferencia entre 276 y 135?
Es la hora en que los políticos apelan a la responsabilidad de los ciudadanos. Eso está bien y si no lo haces, se te echan encima los periodistas diciendo que no se les está tratando como personas adultas. El problema es que quedas al albur de decisiones tomadas por múltiples razones por muchísimos individuos. No es una estrategia a prueba de accidentes.
El miedo, por otro lado, es algo más directo y amenazante. Si celebras la Navidad como otros años, morirán personas, quizá tú mismo. “No vaya a ser que, por celebrar las navidades, no lleguemos a Reyes”, avisó Illa.
Es más desagradable, hasta suena tétrico, pero puede ser más efectivo.
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