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Casa Real, Sociedad Anónima

Felipe de Borbón y su padre en el Monasterio de El Escorial.

Iñigo Sáenz de Ugarte

Muchas grandes corporaciones están íntimamente ligadas a la personalidad de su gran patrón a lo largo de años o décadas. En caso de crisis, el máximo responsable puede recurrir a cortar cabezas de los supuestos culpables del escándalo para salvar la propia o, si la cosa no es tan grave, a un cambio de imagen corporativa. Sólo cuando la crisis alcanza niveles de catástrofe, hay que tirar a lo más alto y pensar en lo impensable. Para salvar a la empresa, es necesario que el presidente acepte la alternativa de la retirada. Hay que crear un cortafuegos en lo más alto de la cúspide de la compañía para que esta siga existiendo.

Eso fue lo que ocurrió en junio de 2014 con el anuncio de la abdicación del rey Juan Carlos. La idea de su dimisión era considerada antes absurda, demencial, para los periódicos de Madrid. Los escribanos de la Corte sostenían que los reyes no dimiten. Unos meses antes, en el discurso de Nochebuena de 2013, el monarca había dejado clara su “determinación de continuar estimulando la convivencia cívica, en el desempeño fiel del mandato y las competencias que me atribuye el orden constitucional”.

Los ecos de su accidente de Botsuana no se habían apagado a pesar de su humillante disculpa al salir del hospital. El cortafuegos trazado inmediatamente para salvarle se había aplicado a fondo en el mundo político y periodístico, porque “resultaría estrambótica la suposición de que el rey no tiene derecho a unos días de asueto y ocio, cualquiera que sea la dureza de la crisis económica”, en palabras de un editorial de El País.

Lo mismo se había hecho con el caso Nóos, o mejor dicho, caso Urdangarin, el yernísimo que había desarrollado una intensa actividad comercial propiciada por su presencia en la nómina de la empresa Casa Real, SA, sus contactos con las autoridades políticas posibles por estar casado con su mujer, y por las siempre discretas solicitudes de intervención dirigidas al rey para los casos más complicados.

La sentencia conocida este viernes certifica que Iñaki Urdangarin se sirvió de “la influencia que su posición institucional le procuraba, para mover la voluntad de las Autoridades y funcionarios públicos de la Comunidad Autónoma Balear con el fin de que se plegaran a su contratación”.

Si hay que creer al veredicto judicial, Urdangarin consiguió todo eso sin que el rey Juan Carlos y la infanta Cristina se enteraran de nada.

El cortafuegos se había comenzado a construir mucho antes con ocasión de otro discurso de Nochebuena en 2011 donde el monarca pronunció seis palabras que sirvieron para tranquilizar la conciencia de los políticos y periodistas que querían creer: “La Justicia es igual para todos”. Se convirtió en el lema del cortafuegos, incluso cuando el fiscal Horrach peleó con todas sus armas jurídicas, casi hasta burlándose del criterio contrario del juez Castro, para impedir que la infanta fuera llamada a declarar, inevitablemente como imputada.

Por más que se repetían esas palabras, el efecto que pudiera tener acabó desapareciendo en la opinión pública. En enero de 2014, una encuesta en El Mundo indicaba que casi el 70% no creía que Juan Carlos I pudiera recuperar el prestigio perdido. Sólo el 41% hacía un balance bueno o muy bueno de su reinado. A la pregunta sobre el apoyo a la monarquía “como forma de Estado”, un 49,9% se mostraba a favor, frente a un 43,3% que estaba en contra.

Esos escasos seis puntos de distancia confirmaban que el cortafuegos de “la Justicia es igual para todos” se había visto arrollado por las llamas. Seis meses después, se produjo la abdicación.

La estrategia no estaba completamente desconectada de la realidad. En 2013, la Zarzuela comunicó a dirigentes del PP y del PSOE que la suerte de Urdangarin estaba echada. Su condena era el desenlace necesario para proteger a la monarquía: “La gente no entendería que Urdangarin se librase de todo esto sin pasar por la cárcel”, dijo a eldiario.es un ministro del PP. “Urdangarin debe caer para que la monarquía se salve”, comentaba un dirigente del PSOE.

Ese era el mensaje que transmitía resignada la Casa Real. Pero el rey incluía un requisito ineludible. La “línea roja” era la infanta Cristina, decían los políticos que sabían lo que pensaba el monarca.

A partir de la abdicación, hubo que construir otro muro en torno al nuevo rey en el que las líneas rojas de antes debían olvidarse, una vez más con el objetivo de proteger la reputación de la monarquía.

Unos meses antes, la infanta Cristina ya había tenido que prestar declaración como imputada ante el juez Castro. El cortafuegos del fiscal Horrach no había resultado infalible. Tocaba reconstruirlo, pero esta vez con materiales más consistentes y dirigido no sólo contra Urdangarin, sino también contra su esposa.

Se acabaron las ocurrencias contraproducentes, como el comunicado de 2013 con el que la Casa Real había mostrado su “sorpresa” ante la decisión de Castro de imputar a la infanta, y su apoyo completo al fiscal. El anterior rey había tomado partido en ese conflicto judicial, un error que su sucesor no tenía ninguna intención de cometer.

El nuevo cortafuegos estaba dirigido expresamente para impedir que la monarquía se viera alcanzada por lo que ocurriera a la infanta que no se había enterado de dónde salía el dinero que gastaba para sostener un elevado nivel de vida. De inmediato, la Casa Real intentó explicar a los españoles la sutil diferencia entre los conceptos Familia Real y familia del rey. Lo primero era un hecho institucional que exigía la protección de costumbre. Lo segundo, un hecho biológico molesto que en la Edad Media se hubiera resuelto con métodos más expeditivos.

Felipe VI necesitaba algo más que juegos de palabras. Dejó a su hermana sin el título de duquesa de Palma de Mallorca. Ella intentó hacerlo pasar por una renuncia voluntaria, pero el monarca, a través de un comunicado de la Casa del Rey, lo negó y envió un mensaje frío y cortante: “La única renuncia voluntaria que le corresponde a la Infanta es la de sus derechos sucesorios”.

Es lo que esperaba Felipe VI para que el cortafuegos quedara levantado a prueba de cualquier sentencia. Cristina de Borbón no se dio por aludida y se negó a dar ese paso. Aún pensaba que su marido era inocente y que la empresa no podía dejarla a ella tirada.

La propia sentencia ha terminado siendo el último cortafuegos: la infanta sólo es culpable de estar enamorada de su marido. Sólo hay un culpable, repudiado desde hace tiempo. La empresa, con un nuevo titular al frente, confía en mantener su cuota de mercado durante muchos años más. Pero eso es ya otra historia para la que quizá se necesiten otros cortafuegos.

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