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Iván Prado, payaso en rebeldía: “La gente más alegre del mundo vive en lugares en los que no saben si mañana estarán vivos”

Eva Baroja

9 de diciembre de 2020 23:28 h

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Termina de pintarse los coloretes en un minúsculo cuarto de escobas y nada más ponerse la nariz roja, comienza el estruendo. Boom… Boom… Boom... Iván Prado (Lugo, 1974) no sabe a qué distancia están cayendo las bombas, pero el sonido es atronador. Se asoma por la puerta y ve que el público, medio centenar de niños palestinos, empieza a cantar y a aplaudir para mitigar el ruido. Le están esperando. Lo único que quieren es disfrutar de la función. No todos los días tienen la oportunidad de ver a un payaso en su campo de refugiados, a pocos kilómetros de la Franja de Gaza. Así, con canciones y aplausos, crean un escudo sonoro que les protege de la violencia más cruel. Cuando el bombardeo cesa, el payaso hace su espectáculo y les arranca una sonrisa. Una detrás de otra. Y la vida sigue como si nada: “En ese instante, tomé conciencia de la llamarada de esperanza que es capaz de insuflar la risa, lo que supone para los niños el abrazo del payaso, aunque eso no vaya a parar ninguna guerra”.

Ese fue solo uno de los motivos por los que este lucense, que se confiesa tan de la terra galega “como la empanada”, creó la ONG Pallasos en rebeldía hace casi dos décadas. Desde entonces, no ha parado de viajar por el mundo haciendo lo que mejor sabe hacer: denunciar la inmoralidad con sus “armas de diversión masiva” y derribar con acciones reivindicativas los muros de la humanidad. Él, como Chaplin en El Gran Dictador, se burla con sorna de las injusticias y defiende los derechos humanos. Se ha vestido de guardia civil frente a la valla de la vergüenza de Melilla y ha disparado confeti frente a la de Calais, en Francia. “La risa”, explica con un conjunto de metáforas muy apropiadas para esta época, “fortalece nuestro sistema inmunológico esperanzador y nos permite crear anticuerpos contra el virus del miedo, de la apatía y del pánico ”. 

La vida de este payaso rebelde siempre ha girado en torno a esos dos polos: el arte y un profundísimo compromiso social. Tiene “hambre de justicia, libertad, belleza y alegría”. Casi desde que era un niño y se enfurruñaba si no conseguía sacar una carcajada a los pasajeros con los que viajaba en el bus. Y también cuando no levantaba tres palmos del suelo y quería juntar un millón de pesetas para “acabar con la pobreza y el hambre en el mundo”. Hoy, gracias a Pallasos en rebeldía, sigue demostrado que el circo y la expresión artística pueden ser “palancas reales de cambio”. Ha conseguido mejorar la vida de algunos humildes espectadores, aunque solo sea durante unos instantes, al actuar en Palestina, el Sáhara o las comunidades indígenas: “La gente más alegre y divertida del mundo habita en lugares en los que no saben si mañana estarán vivos. Cuando trabajas en esos sitios donde la humanidad se juega su futuro, la generosidad del público es apoteósica”. 

Detenido por 'payaso'

Desde que, con diecinueve años, se fue a Cuba, no ha parado de dejar la huella de sus enormes zapatos de payaso en la tierra de los cinco continentes. Solo por hacer reír, ha llegado a vivir situaciones realmente peligrosas: bombardeos, momentos de tensión con narcotraficantes en las favelas, detenciones, huidas de película… Por eso, la frustración fue enorme cuando en 2009 fue encarcelado y expulsado de Tel Aviv tras intentar hacer el Festiclown, un festival de cultura, música y reflexión política que nació en Pontevedra en 1999 y que exportó por todo el mundo. “Fuimos noticia en el New York Times y en la prensa árabe. Que nos detuvieran fue una demostración de cómo funcionaba un país, Israel, que tenía miedo a la alegría y a la risa”, recuerda. Al año siguiente, gracias a la repercusión mediática, consiguieron montarlo y cuarenta artistas de distintas nacionalidades recorrieron durante dos semanas toda Cisjordania regalando momentos de arte, cultura y felicidad a los niños. 

Desde que se desató la crisis del coronavirus, Iván se ha refugiado en la calma de la Albufera, en Valencia, y en la escritura de su último libro, ya publicado, Palestina tiene nombre de mujer. Sin casa fija y con la mirada puesta en el próximo viaje que llegará pronto, a veces se siente “un extraterrestre” y un hombre “fuera de su tiempo”. Su mayor consuelo, ante todo, es que quiere a muchas personas a lo largo y ancho del mundo. “Mi lugar en la vida”, concluye convencido, “es estar con esta gente y hacerles reír”.

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