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Los bodegones de Clara Peeters, o cómo descubrir su vida en una naturaleza muerta

Samuel Martínez

30 de enero de 2021 06:01 h

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En tanto que mujer, Clara Peeters lo tuvo difícil en una Amberes –varios detalles apuntan a que esa era su procedencia– del siglo XVII para darse a conocer como artista. Más todavía, para escribir su nombre en la Historia del Arte, por aquel entonces reservada a sus colegas hombres. Hoy, a través de unos bodegones suyos nada aburridos –en contra de lo que se suele pensar de ese tipo de obras–, es posible radiografiar, en alguna medida, cómo era la pintora y cuál era el ambiente en el que se movía. “De hecho”, interrumpe la historiadora del arte Sara Rubayo, “casi ningún bodegón es aburrido… Siempre esconden secretos”. Especialmente, los de Peeters, que, hoy por hoy, “son la única referencia que existe para conocerla, para saber de ella”. A través de sus cuadros –repletos de detalles y alguna que otra pista–, la artista pintó pedazos de su vida que hoy hablan por sí solos y que permiten poner en valor la obra de una pintora que la propia Sara Rubayo tilda de “pionera” por romper con algunos de los moldes que tanto atosigaban a las mujeres y que, sin duda, fue una profesional que destacó en el panorama artístico de su tiempo. 

Para conocer bien a Clara Peeters, lo mejor será penetrar, directamente, en uno de sus bodegones; sentarse con ella en la mesa, comer lo que ella come, beber lo que ella bebe y pasarle la sal, si es menester. “Precisamente la sal es un buen punto de partida”, sorprende Rubayo: “Era un producto caro en la época, había pocas salinas en Europa”. Con lo cual, eso nos da una primera pista: es posible que la artista se moviera en un ambiente más o menos refinado, una teoría que avala todo el surtido de dulces, frutas y cubertería que pinta sobre la mesa. “Y hasta en seis de sus obras aparece un cuchillo firmado con su propio nombre”, explica la historiadora. “En los tiempos de Peeters”, continúa, “era habitual que cada uno de los invitados a una fiesta o a una cena llevara su propio cuchillo para comer y, cuanto más estiloso era, más prestigio para su dueño o dueña”. Así las cosas, parece que Peeters pudiera haber gozado también de una vida social considerable.

Y, por supuesto, están los autorretratos. “Sin duda”, desliza Rubayo, “son una proclamación de su orgullo, no solo de ser pintora, sino de ser mujer pintora”. Se llegó a autorretratar en ocho de las 39 obras que firmó y que hoy se conservan y siempre demostró gran maestría con el pincel. “Son retratos pequeñísimos, escondidos en el reflejo de las jarras y copas”, matiza Rubayo. Se trata, al mismo tiempo, de una actitud descarada –sin miedo a plasmar su silueta y reafirmar su condición de pintora– y, a la vez, cauta, “con cuidado de no sobrepasar los límites”, tal y como puntualiza la historiadora. Peeters es conocedora de las limitaciones que impone la época que le ha tocado vivir, pero no se esconde y realiza ejercicios de virtuosismo sobre el lienzo para dejar evidencia de su calidad. No hay que perder de vista que era precisamente el hogar, espacio al que pertenecen las escenas que pintaba Peeters, el lugar en el que las mujeres “debían estar bajo la tutela de los padres y maridos”. Resulta significativo no tanto que Peeters pintara bodegones, una tendencia de la época, como que en ellos se autorretratase incluso vistiendo ropas a la moda de Flandes, algo que, desde la perspectiva del siglo XXI, podría verse como una forma de sutil reivindicación, a pesar de que es imposible adivinar la intención real de la artista, que nunca dejó documentos escritos acerca de sus pinturas. 

O clase alta, o hija de pintor

Si habías nacido a principios del XVII (Clara Peeters lo hizo entre el 1590 y el 1600) y eras una mujer “lo tenías bien crudo para dedicarte al arte”, asevera Rubayo. En general, tenías que cumplir una de las siguientes dos condiciones: o bien ser de buena cuna, o bien ser descendiente de pintor. Lo primero era adecuado desde el punto de vista del atractivo. “Saber pintar adornaba las virtudes de una mujer de cara a colocarla con un buen marido”, subraya Rubayo. Lo segundo, interesante para el funcionamiento del taller –dos manos siempre eran de utilidad para realizar las tareas más rutinarias– y, por otra parte, para la continuidad del propio negocio. “En otras palabras”, resuelve, “formar a la hija como pintora podía ser un buen comienzo para terminar casándola con otro de los aprendices del taller y, así, asegurar la superpervivencia del mismo”. Todo se resumía, a fin de cuentas, en el negocio. Quizás Peeters tuvo la suerte de cumplir una de las dos condiciones y, gracias a ello, la Historia del Arte ganó una estupenda pintora. Otra cosa es pensar en todas las mujeres talentosas que se habrán quedado por el camino –dibujando en trapos o pintando rayas el suelo– mientras cuidaban del hogar, o esperaban para entrar en la fábrica. 

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