El día que un ictus nos golpeó la vida
Me acuerdo que hace seis años y unos meses me iba a bañar a un lago a las afueras de Madrid cuando me llamó mi hermano. “Papá está muy mal, le dolía mucho la cabeza y le han ingresado en el hospital. Dicen que está muy mal. Tienes que venir”. Y colgamos. No lo sabíamos entonces, pero esa tarde mi padre había sufrido un ictus.
Me acuerdo que en una de las paradas del trayecto Madrid-León un hombre se estaba liando un cigarrillo cuando una mujer le gritó que allí no se podían fumar drogas. Recuerdo meterme en la conversación como si me fuera la vida en ello: “Eso no es un porro, señora, es tabaco de liar. No se puede acusar sin saber”, le increpé. Siempre lo hago, cuando me pasa algo grave suelo preocuparme de algo insignificante para tratar de recuperar el equilibrio.
Mi padre conducía su camión cerca de Astorga cuando empezó a tener un dolor de cabeza terrible. Aparcó en el arcén, llamó a la ambulancia, después llamó a mi hermano. “Ven a buscarme”, le pidió. Cuando mi hermano les dijo a los sanitarios de la ambulancia que aquello era grave —mi padre nunca se quejaba— y que tenían que ir lo antes posible a León —los casos graves se trasladan en helicóptero— ellos insistieron, “no debe ser más que un corte de digestión”. Y le trasladaron al ambulatorio de Astorga. De ahí hasta que ingresaran en la unidad de cuidados intensivos del hospital de León habrían pasado ya demasiadas horas.
Dicen los expertos, que en cuestión de ictus, el tiempo —más que cualquier otra cosa— es fundamental. Reconocer los síntomas, pedir ayuda y ser atendido lo antes posible son la clave para evitar secuelas graves. Cuando un ictus golpea cada minuto es clave porque en cada minuto mueren millones de neuronas y con ellas miles de millones de conexiones neuronales. Ese es el mensaje en el que insisten especialistas y asociaciones de afectados. El 29 de octubre, se celebró el día mundial del ictus, y el mensaje sonó más alto, pero las consecuencias de este golpe están presentes en la vida de miles de personas y sus familias todos los días.
Cada seis minutos una persona sufre un ictus en España y se calcula que una de cada seis personas sufrirá uno a lo largo de su vida. Puedes ser tú, tu abuelo, tu madre, tu hija, tu hermano, mi padre. Ictus en castellano, stroke en inglés, golpe o accidente cerebrovascular que se produce cuando el cerebro deja de recibir el flujo sanguíneo. El ictus puede ser menor y no generar apenas consecuencias o puede ser mayor y provocar la muerte —es la primera causa de muerte en las mujeres y la segunda en los hombres— o secuelas graves e irreversibles que hagan necesario depender de otra persona. El 78% de los casos de daño cerebral en España —una discapacidad que afecta a más de 420.000 personas— se deben a un ictus.
Pocos recursos para la rehabilitación
Me acuerdo que cuando llegué al hospital la unidad de cuidados intensivos olía al pitido de esas máquinas que marcan las constantes vitales. Ni el ritmo ni el tono de ese olor se irán ya nunca. Muchos días sin responder, una operación de más de siete horas y más de un mes en coma inducido. El futuro de mi padre en palabras de los médicos iba siendo más negro conforme pasaban los días. Las semanas. Hasta que se despertó. Se había salvado, podía reconocernos, hablar, sumar, leer, comer. Pero el daño cerebral adquirido como consecuencia del ictus le había provocado una hemiplejía en el lado izquierdo de su cuerpo que le impedía moverse y que le convertía, desde ese preciso instante, en una persona dependiente. ¿Y ahora qué?, pensé. Me acuerdo que por primera vez en mi vida sentí que hay preguntas que son de verdad preguntas.
Desde la Federación Española de Asociaciones de Daño Cerebral, FEDACE, denuncian que una vez que se salva la vida, la atención es desigual en los ámbitos de rehabilitación y tiende a la inexistencia en cuanto a promoción de la autonomía personal e inclusión social. “Una vida salvada merece ser vivida”, puntualiza el eslogan de su campaña. Es lo que Miguel Anxo García, psicólogo clínico en el hospital de Santiago de Compostela, denomina el “fracaso del éxito”. “Se invierte una enorme cantidad de recursos en el rescate urgente, el sostenimiento vital, la neurocirugía, los tratamientos farmacológicos, la estancia en unidades hospitalarias complejas y muy caras,…, pero casi nada en comparación en tratamiento de rehabilitación y apoyo para poder vivir la vida con el cambio sufrido”, explica en una entrevista.
Después de los cinco —largos— meses en los que mi padre estuvo ingresado en el hospital, su enfermedad comenzó a convertirse en una especie de puzzle para el que no encontrábamos las piezas. Tenía heridas en la piel fruto del inmovilismo de cinco meses sobre la cama; problemas en la coagulación de la sangre; problemas en la vejiga; problemas en las articulaciones de su parte del cuerpo inmóvil; dificultades de atención... Y sin nadie al otro lado que nos guiase y nos ayudase a reunir las piezas, se nos hacía casi imposible entender la enfermedad —y a mi padre— como un todo y no como la suma de las partes.
Los afectados por daño cerebral, a través de FEDACE, coinciden en reclamar también el establecimiento de programas de apoyo a las familias. “El episodio de daño cerebral tiene un impacto brutal sobre la familia por lo que también deben ser atendidas en tres aspectos fundamentales: información, entrenamiento para afrontar la nueva situación y apoyo psicológico”, exigen en su manifiesto.
Fueron semanas, meses, años para tratar de volver a recomponer el puzzle, a recomponernos en una pieza. No fue fácil, no nos lo pusieron fácil. A los pocos meses de volver a casa, el responsable de rehabilitación del hospital le dijo a mi madre que “mi padre no volvería a caminar y que poco más se podía hacer con él”. Mi madre se hundió. Me acuerdo de las veces que me imaginé encontrarme con ese especialista y decirle lo que pensaba sobre su manera de comunicar. A partir de ese momento, las dos horas diarias de rehabilitación de mi padre corrieron a cuenta nuestra. Y el cuidado de mi padre única y exclusivamente a cargo de mi madre, que se hundía pero que se levantaba inmediatamente. Lejos quedó el apoyo prometido por una Ley de Dependencia en peligro de extinción o ya, prácticamente, carente de existencia.
“Mi padre no volvió a ser el mismo”
Y luego está la sociedad —que somos todos— y esa forma que tenemos de relacionarnos con la enfermedad. Me acuerdo que siempre me sorprendía de la cantidad de amigos que tenía mi padre. Era el alma de la fiesta, tenía un chiste adaptado a cada situación y una retahíla de frases inventadas en idiomas que no hablaba. Al principio todos venían al hospital a visitarle. Ya en casa, poco a poco dejaron de llegar, algunos siguen llegando algunas veces, otros desaparecieron completamente. Sólo uno sigue en el mismo lugar de siempre. “No puedo soportar verle así”, siguen diciendo muchos.
El daño cerebral no solo afecta a la movilidad, los cambios emocionales y de conducta son otra de sus principales manifestaciones. Desde aquel día que salió del no lugar que es el estado de coma, mi padre no volvió a ser el mismo. Conserva sus recuerdos, cada día genera una lista de nuevas anécdotas, es capaz de tener una conversación totalmente normal, su capacidad cognitiva no está intacta pero es perfecta. Y sin embargo, ya no es el mismo.
Quizás sea esta la cuestión que más ha rondado mi cabeza en los últimos años. ¿Quiénes somos si dejamos de ser los mismos? Hace no mucho leía un post que sin darme una respuesta, me arrojó un nuevo modo de hacerme la pregunta. En su blog, Nacho Calderón reflexionaba a raíz de la declaración de un reputado neurólogo sobre el estado del piloto de Fórmula 1 tras su accidente y que aseguraba: “Si Michael Schumacher sobrevive, no va a ser Michael Schumacher”. “De esas palabras del médico se trasluce una concepción inmovilista del ser humano” —reflexiona en su blog— “siempre somos la misma persona. Siempre somos idénticos. El tiempo (y con él la experiencia) pasaría por nosotros sin dejarnos huella, sin modificarnos. Schumacher siempre fue igual hasta que un día adquirió la condición de persona discapacitada. Y desde aquel preciso momento, dejó de ser él. Cuesta pensar que el bebé Michael fuera idéntico al Schumacher que veíamos en televisión ganando títulos de F1, pero en esa falacia vivimos. Nadie cuestiona su identidad, nadie advierte sus continuas diferencias, hasta que adquiere la discapacidad”.
Entender eso, aceptar el cambio sin aferrarnos a lo que fue, me parece cada vez más la única clave para seguir hacia delante. O por lo menos, la única clave que yo he sido capaz de entender en los últimos seis años.
Eso es también lo que desde hace unos meses tratan de enseñarle, de enseñarnos, en el Centro de Referencia Estatal para la Atención a Personas con Grave Discapacidad de San Andrés de Rabanedo, en León, en el que durante un tiempo está viviendo mi padre. Un montón de palabras para describir un objetivo: lograr que la discapacidad no sea una barrera para lograr la autonomía personal. Y lo hacen con mucha profesionalidad y, sobre todo, con mucho cariño. “Todos los técnicos y todos los profesionales que trabajan aquí están hiper especializados en la atención a la discapacidad pero también queremos ser un centro de referencia en el trato humano y en eso nos seguimos formando cada día”, explica María Teresa Gutiérrez, directora del centro. Una atención basada en la persona, en sus necesidades, en sus capacidades. Una atención pública y de calidad que arroja un montón de informes y prácticas positivas y que demuestra que allá donde existe inversión se encuentran resultados.
Me acuerdo que en aquellos primeros días de hospital del olor del pitido de las constantes vitales, no podía entender muy bien el color azul del cielo. Me acuerdo cuando después del coma le leí a mi padre un cuento de Millás para ver si era capaz de entender los dobles sentidos. Me acuerdo de mi hermano desplegando todas sus capacidades teatrales para hacer reír a mi padre. Me acuerdo de mi madre volviendo a mirar el futuro con algo de optimismo y de mi padre volviendo a hablar de documentales o a opinar de política. Me acuerdo también que antes miraba mucho hacia atrás y ahora cada vez miro más adelante.