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Amanda, universitaria con discapacidad visual: “Lo importante es normalizarlo, no ser 'la chica que no ve' de la clase”

Amanda Ioayza.

Belén Remacha

Un día de 3º de carrera, Amanda llegó a un examen de Educación Comparada en la que las preguntas estaban escritas en tamaño de letra 9. “Si ya se tiene que acercar una persona que ve bien, imagínate yo”, recuerda. Estaba a tamaño 9 a pesar de que el profesor responsable sabía que Amanda tiene un 67% de discapacidad visual. “Lo rellené como pude, pero suspendí”. Tras la correspondiente queja, en la siguiente convocatoria el tamaño de letra era adecuado para ella y sacó “una notaza”.

A Amanda solo le queda el Trabajo Fin de Grado para concluir su grado en Pedagogía en la Universidad de Valencia. Tiene 27 años y es una de las 1.720 participantes en el estudio sobre Universidad y Discapacidad que publicó este jueves público la Fundación Universia, el Comité Español de Representantes de Personas con Discapacidad (Cermi), la Fundación ONCE y el Real Patronato sobre Discapacidad, en colaboración con la Conferencia de Rectores.

Entre las conclusiones del documento, la principal: las personas con discapacidad suponen un 1,5% de la población total universitaria, pero el porcentaje se va reduciendo con los cursos hasta llegar al 0,7% del doctorado. Amanda entró a su carrera tras un grado superior en Educación Infantil, aconsejada por sus profesores, y ha ido a curso por año hasta llegar al TFG.

A la espera de una Ley de Universidad que lo recoja, el Real Decreto 1/2013 hace especial alusión a las medidas especiales que garanticen la accesibilidad universal en la universidad. Amanda asegura que su facultad contaba con varias rampas y otro tipo de infraestructuras ya cuando comenzó sus estudios. A pesar de eso, compañeras que sí que tenían ceguera total y menos autonomía “se encontraban más obstáculos”. La accesibilidad total en todos los centros es complicada: hace apenas un par de años que Raquel, estudiante de Bellas Artes, tenía que entrar al aula en brazos por la falta de accesibilidad en la Universidad Complutense de Madrid.

En su facultad, Amanda contaba con una orientadora de un aula dirigida a alumnos y alumnas con discapacidad que ejercía de intermediaria con los profesores para comunicarles las dificultades y peticiones. A través de ella participaba en talleres con los demás compañeros con diversidad funcional del centro en el que aprendió, por ejemplo, “lenguaje de signos”. Eso sí, eran cursos dirigidos solo a ellos, no a los estudiantes en general, “y es verdad que le hubiese venido bien a todos”.

“Había profesores que no pasaban el material”

Otros aspectos, dice, “dependían de la voluntad del profesorado”. Powerpoints, poder sentarse en primera fila, apuntes adaptados o el material disponible eran algunas de sus peleas: “Muchas veces lo que hacía eran grabaciones de audio”. “Había algunos profesores que te adaptaban directamente el material, otros a los que no les gustaba pasarlo y eso lo dificultaba”, rememora, aunque en la mayoría de los casos tenía que adaptárselo ella. Y ha contado, además, con la ayuda de compañeros: “Para apuntes, para información. El entorno en el que me he movido ha sido súperimportante”.

“Es verdad que, a lo largo de toda mi vida académica, he tenido la suerte de contar con profesores que tenían muy normalizada mi situación. Eso para mí era muy importante: no era lo típico de ‘esta chica no ve y la tenemos que ayudar’. No, me trataban igual. Eso hacía que mi autoestima creciera y mi personalidad se fuera formando”, cuenta Amanda. Pilar Villarino, directora ejecutiva del Cermi, lo explicaba parecido en la presentación del estudio cuando abogaba por la ausencia de paternalismo en las clases: “Hay una ausencia de normalización de la discapacidad que perciben cada vez más los estudiantes”.

El estudio también recoge que existe un sesgo de género porque, aunque hay prácticamente mitad y mitad de hombres y mujeres (51-49%), hay un desfase con la población universitaria general entre la que hay un 60% de chicas. Los responsables del estudio lo achacaban en parte al numeroso “abandono escolar en Secundaria por parte de adolescentes niñas con discapacidad”.

Amanda no tiene opinión sobre esto, no tiene compañeras que hayan abandonado y ella tampoco se ha visto en la tesitura de tener que decidir si dejarlo pero sí detecta que la gente llega a la universidad “cansada”. Creo que el panorama educativo no está lo suficientemente consolidado para poder hacer frente a un estudiante con discapacidad. Veo que falta adaptación curricular y, a muchos docentes, formación, no saben cómo encararlo. Y si es una discapacidad cognitiva se ve aun más. Pero pasa desde infantil hasta la universidad“.

Ha cursado una beca internacional en Ecuador, donde aunque no tenía intermediarios desde el principio fue ella la que comunicó a los profesores sus limitaciones y no tuvo mayores impedimentos. Otro estudiante colaborador con Universia alertaba este jueves de que “todo está perfecto en el ámbito universitario, el problema es la dificultad para entrar en el mundo laboral”. Amanda tiene muchos planes, como un máster en cooperación, que es lo que más le interesa desde su paso por Latinoamérica. Y un resumen: “Para que la educación sea de calidad, tiene que ser inclusiva”.

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