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Reportaje

De barracón de trabajos forzados para ‘rojos’ a lugar de memoria, la nueva vida del destacamento penal de Bustarviejo

Carlos y Teófilo Sánchez.

Víctor Honorato

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Cuando Teófilo Sánchez tenía seis años, en 1944, la madre se lo llevó a vivir enfrente del padre. Originarios de Toledo, la mujer y el niño se asentaron en una chabola de cuatro metros cuadrados en la sierra norte de Madrid, a la que había que entrar casi arrastrándose, con un camastro hecho con ramas y una lata para recoger el agua de las goteras. Cuatro años pasaron así, para poder ver de vez en cuando a Teófilo padre, preso republicano, trabajador forzado del llamado destacamento penal de Bustarviejo, uno de los nueve que se construyeron en Madrid para surtir de mano de obra prácticamente esclava a las obras del tren a Burgos. De vuelta hoy al lugar, Teófilo, que tiene 84 años, señala el granito. Aquel chamizo estaba “en aquella piedra amarillenta de allí”, dice. Como cada vez que viene de visita, es incapaz de contener la emoción.

Teófilo llora, pero a ratos también ríe, porque los barracones ahora son hoy un lugar de memoria recobrada, donde este sábado se inauguró una exposición sobre la historia de los destacamentos penales, tras restaurarse este a partir de 2011 después de haber estado relegados al olvido durante décadas, mientras los vecinos lo usaban para guardar al ganado. “Cuando entramos había un metro de estiércol”, recuerda Pedro Juárez, de la Asociación para la Memoria Histórica Los Barracones, que promovió la recuperación del edificio, organiza visitas guiadas periódicas y celebra un concierto anual por la memoria.

Teófilo, que ha venido con su hijo Carlos, se encuentra y se abraza con María Peláez, hija de José Manuel Peláez, asturiano que se alistó para ir a la guerra antes de cumplir los 18 y también pasó por el barracón de Bustarviejo. Ella, la segunda hija, nació después, pero viene siempre que puede. “Es ver esto y te das cuenta de lo que sufrieron”, repara. Se le humedecen los ojos, se excusa: “Yo soy muy de llorar”. Dice Pedro Juárez, que fue concejal por el PSOE, que todavía en el pueblo se habla poco de lo que pasó en los barracones, que hay descendientes de aquellos presos que se quedaron en la zona y hoy son de derechas, y que si se pudo restaurar el edificio fue por una enmienda a unos presupuestos del Estado impulsada por Gaspar Llamazares, tras la primera ley de memoria histórica.

Trabajar para redimir penas, hacer examen de conciencia y expiar los pecados los domingos en misa, para pasar la noche en unos galpones de planta rectangular en las que se hacinaban 150 presos en tres dormitorios, tras jornadas de 10 horas entre piedra y dinamita, un trabajo “esclavo, extenuante y mal pagado”, según explica a los asistentes José Carlos González, presidente de la asociación. En torno a 6.000 prisioneros pasaron entre 1944 y 1952 por alguno de los destacamentos penales madrileños, según el arqueólogo Fernando Colmenarejo, que preparó los textos de la exposición. Restos de las escudillas o el precario calzado de los presos se exponen ahora en vitrinas en una de las estancias, contigua a la nave central donde siete paneles informativos detallan los pormenores de la maquinaria represora del franquismo. Destaca que el cuerpo de guardia del destacamento estaba orientado al interior, pues el mayor riesgo no eran los intentos de fuga -muchas familias se instalaron, como Teófilo y su madre, en chozas próximas a los barracones- sino las incursiones de los maquis.

El cancionero del refugiado español en Francia

La asociación para la memoria organiza todos los veranos desde hace cinco años un concierto en los barracones. Este año los invitados fueron los hermanos Luisa y Cuco Pérez, que han ido recopilando a lo largo de los años las coplas y cantos populares de los refugiados españoles en Francia, tras el éxodo de los últimos meses de la Guerra Civil. Partiendo de la historia familiar de sus abuelos, que pasaron del Madrid de los bombardeos al campo de refugiados de Algères, el dúo interpretó a voz y acordeón composiciones del uruguayo Quintín Cabrera, “exiliado como Machado”, pero 30 años después, coplas del ‘no pasarán’ y adaptaciones varias, como una de La cucaracha enfocada en el mal vivir de los campos de concentración franceses, donde solo se comía (con suerte), “lentejas y bacalao”.

Hacía los coros una audiencia con integrantes de otras asociaciones por la memoria, de Aranda de Duero, al otro lado de la sierra, o la de San Sebastián de los Reyes, que estos días, tras muchos esfuerzos, levanta fosas comunes en Colmenar Viejo. Es un momento de celebración, pero Teófilo Sánchez, que enciende un puro fino, no se sacude la sensación de que la historia es cíclica y el presente pinta complicado, con paralelismos odiosos de aquella infancia precaria: “Esto que ha pasado va a volver a pasar”.

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