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Documentar la muerte, contar un país que ya no es

Los “diablos”, ataviados con mitras y cencerros, entierran a un vecino en Almonacid del Marquesado (Cuenca).

José María Sadia

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Varias mujeres enlutadas velan el cadáver de un hombre, que yace inerte en su propia cama. La escena, perteneciente a una España que ya no existe, no tendría nada de especial, de extraordinario, de no ser por la presencia de un fotógrafo. El estadounidense W. Eugene Smith convirtió aquel retrato en el retrato de la España rural del franquismo, cuando en 1950 sorteó la dictadura y se coló en la intimidad de un hogar en el pueblo cacereño de Deleitosa. Las imágenes, que ilustrarían las páginas de la revista norteamericana Life, no dejarían indiferente a nadie.

En las décadas posteriores, el objetivo de las cámaras tampoco ha escapado al perverso poder de seducción de la muerte, que se acentúa en estas fechas con la llegada de los rituales de Todos los Santos y del Día de Difuntos. En la segunda mitad del siglo pasado, los retratistas han inmortalizado costumbres, fiestas y entierros (figurados y auténticos) con una mirada múltiple: desde el estricto afán de documentación a la búsqueda del contraste de antiguas tradiciones que luchan por sobrevivir en un mundo ya moderno. 

“Todos mis libros terminan siempre con una fotografía de algo muerto: por ejemplo, una imagen de una roca que parece una calavera”, afirma el fotógrafo Fernando Herráez. En 2020, recogía en su trabajo Ritos ibéricos (Libros.com) algunas de las mejores instantáneas de su carrera que había tomado tratando de inmortalizar las tradiciones de un país que estaba desapareciendo. Algunas de ellas, precisamente, dedicadas al tema de la muerte. Como la impagable imagen de un niño, asustado, sentado en un ataúd que portan, relajados y sonrientes, sus familiares durante la romería del pueblo gallego de Santa Marta de Ribarteme.

“Aunque fotográficamente no he perseguido el tema, reconozco que la muerte me atrae”, apunta Herráez, quien no esconde su particular interés por los cementerios: “Te hablan de las gentes y del lugar en el que estás”.

Antes que Herráez, un grupo de fotógrafos había decidido romper la tradición imperante de la fotografía pictórica —que magistralmente habían desarrollado a principios de siglo profesionales como la norteamericana Ruth Anderson en sus expediciones por el país— para apostar por un retrato más social y humanizado de la España del ecuador del siglo XX.

En ese proceso de renovación, Carlos Pérez Siquier y José María Artero fundaron la revista Afal (Agrupación Fotográfica Almeriense), cuya filosofía pronto atrajo a otros retratistas próximos a esa línea, como Ricard Terré, Francesc Catalá Roca, Oriol Maspons, Ramón Masats o Alberto Schommer. El almeriense Pérez Siquier, Premio Nacional de Fotografía en 2003, había abierto un interesante camino con trabajos inolvidables, como el reportaje que inmortalizó en los años cincuenta La Chanca, un arrabal de su ciudad de nacimiento. Allí también hubo un hueco para la muerte: la figura y la mirada del enterrador que aparece en varias imágenes se volverían eternas.

El “galope” de los jinetes del Apocalipsis

La irrupción de Fernando Herráez fue posterior. El gaditano se convirtió, en la década de los setenta, en uno de los “cuatro jinetes del Apocalipsis”, grupo que compartiría con Cristina García Rodero, Cristóbal Hara y el ya fallecido Koldo Chamorro, y que recorrería España palmo a palmo para documentar los ritos de un país que comenzaba a desperezarse tras 40 años de dictadura. Aunque desde una perspectiva diversa.

“Más que documentar, en mi caso me he dedicado a fotografiar cómo las cosas tradicionales se han ido adaptando a la vida moderna”, precisa uno de aquellos jinetes, Cristóbal Hara. “Tengo compañeros que se quejan cuando en una imagen salen coches o cables de la luz; yo intento incorporar cosas de la vida moderna a las tradiciones antiguas”, ejemplifica el Premio Nacional de Fotografía de 2022.

Cristóbal Hara también ha retratado la muerte a lo largo de su carrera con experiencias difícilmente olvidables. Como cuando viajó al pueblo conquense de Almonacid del Marquesado para recoger la tradición de La Endiablada. Según la costumbre, un centenar de diablos, ataviados con mitras y cencerros, recorren por San Blas, en medio del estruendo, las calles del municipio.

Pero aquel año de 1985 fue diferente: se dio la circunstancia de que un vecino había fallecido por aquellas fechas. Los diablos le dieron sepultura y la oportuna cámara de Hara estuvo allí para inmortalizar el momento en que, con los trajes de la fiesta, colocaban el ataúd en la fosa. “Las imágenes de los entierros o de las celebraciones con ataúdes, vacíos o con personas vivas (como en el caso de Santa Marta de Ribarteme) sorprenden porque no se ven normalmente”, explica el fotógrafo.

“Son imágenes insólitas”, sostiene Cristóbal Hara. Ejemplos le sobran. Como la de una mujer en el interior de un ataúd en una celebración, que fue incluida en un libro editado en Alemania: “Durante la presentación del trabajo, los alemanes se preguntaban qué hacía allí aquella mujer”. 

Al fin y al cabo, fotógrafos como Hara juegan con el contraste cultural que provocan imágenes como los rituales de la muerte cuando son exportados a otros países. El paradigma quizá sea Estados Unidos, donde las costumbres españolas son interpretadas lejos de su origen verdadero. “Cuando yo fotografío los penitentes españoles vestidos de blanco, aprovecho la resonancia que esa imagen tiene fuera de España; en Estados Unidos los asocian al Klu Klux Klan porque es el significado que ellos conocen”, argumenta Hara, señalando el tipo de imágenes que mayor repercusión tienen, año tras año, al otro lado del Atlántico.

El contraste y la atracción por la muerte

La búsqueda del contrapunto de tradiciones del pasado con el escenario de ahora ha sido recurrente en el Premio Nacional de Fotografía de 2022. “Cuando hago fotos de entierros y de ataúdes, juego con ese contraste constantemente; cualquiera puede comprobar que los trabajos de Cristina García Rodero o de Ricard Terré son completamente distintos: ellos tratan de documentar la tradición, yo interpreto lo que veo con los ojos de ahora”, asegura.

En la Semana Santa española, que en algunos pueblos también se celebra como un rito muy real y cercano a la muerte, ha encontrado Hara una realidad idónea para desarrollar su ideario. Como la imagen de un Cristo flagelado en el pueblo zamorano de Villardeciervos, que comparte protagonismo con una grúa en el contexto cronológico del boom inmobiliario.

O el episodio vivido en otra localidad de la misma provincia, en Bercianos de Aliste, donde el ritual de la muerte está muy presente en la celebración del Santo Entierro la tarde del Viernes Santo. “Todos los fotógrafos buscan la clásica imagen de los penitentes en fila, con un espectacular cielo de nubes. En uno de mis viajes, en cambio, aproveché que uno de ellos se subió a un poste de teléfono y, mientras los demás, cabreados, lo insultaban por estropear la escena, yo aproveché para captar el momento. Estaba contentísimo con el señor”, relata el madrileño.

“En el caso de la muerte, se trata de un sentimiento de atracción-repulsión porque, ¿quién quiere morirse? Yo, personalmente, no”, razona su colega Fernando Herráez. Una estrategia que quizá pueda hacer suya la sociedad en su conjunto, en particular durante las celebraciones de difuntos. “El acercarse a la muerte desde el mundo de los vivos es una forma de alejarla, esa es mi interpretación”, precisa. Celebraciones como los ataúdes con personas vivas en Santa Marta de Ribarteme —que en los últimos años han lidiado con la oposición del cura de la localidad gallega— “no solo no se han perdido, sino que, durante estos años, se han recuperado otras”, sostiene Herráez. “La fiesta religiosa es solo la excusa, lo importante es la celebración, la diversión, que está detrás”, añade.

México y el culto a los difuntos

El 1 y el 2 de noviembre son fechas marcadas (y enmarcadas) en el calendario de las celebraciones de México, donde existe una estrecha relación con la muerte que impulsa todo tipo de rituales, procesiones o incluso la creatividad artística de la que se impregna la catrina, el icónico personaje asociado al Día de Difuntos que hace las veces de embajador mexicano por el mundo. También el país azteca tuvo la fortuna de contar con excelentes retratistas, que recogieron con maestría las tradiciones autóctonas en un impagable blanco y negro. Es el caso del prestigioso reportero Manuel Álvarez Bravo —con trabajos en los mejores museos del mundo— que ha convertido en icono la imagen de una niña con una calavera de azúcar. O su compatriota Nacho López, uno de los fotógrafos más importantes del siglo XX, cuyo trabajo ha colocado en el mapa las celebraciones de mujeres mexicanas portando velones en las fiestas de los difuntos, que tanto recuerdan los rituales de hace décadas en el medio rural español.

Ya de regreso a España, algunos retratistas han aportado también un toque contemporáneo a la visión de la muerte. Es el caso del mallorquín Toni Catany, Premio Nacional de Fotografía en 2001, ya fallecido, quien nos ha dejado una particular perspectiva personal sobre este tema en obras como “Calavera maya”, que retrata un inquietante cráneo fragmentado. Quizá se trate, precisamente, de alejar la llegada de la parca, como explica el propio Fernando Herráez: “Es una forma de reírnos de la muerte, aunque, al fin y al cabo, sea ella la que se ría al final”. 

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