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Mi charla TED: cómo logré penetrar en la guarida de los titanes tecnológicos y enfrentarme a ellos

Carole Cadwalladr durante una charla TED.

Carole Cadwalladr

Si Silicon Valley es la bestia, entonces las conferencias TED son sus entrañas. Y el lunes, logré penetrar en ellas. Este encuentro tecnológico que se ha convertido en un fenómeno mediático mundial con charlas breves y contundentes de “ideas que merecen ser difundidas” es lo más cercano que tiene Silicon Valley a una guarida.

La semana pasada logré entrar en su guarida no como simple espectadora sino desempeñando un papel activo. No es mérito mío y tampoco mi responsabilidad. No me invité a la conferencia, que se celebra anualmente en Vancouver, ni programé mi charla en una sesión llamada “Truth” (Verdad).

Lo que sí hice fue recabar todo lo que he estado publicando en Observer durante los últimos dos años y medio y lo condensé en una conferencia de 15 minutos, que pronuncié en el auditorio principal con las personas que yo misma había descrito como “los dioses de Silicon Valley” entre el público: Mark Zuckerberg, Sheryl Sandberg, Larry Page, Sergey Brin y Jack Dorsey. Es decir, los fundadores de Facebook y Google, que patrocinaban la conferencia, y el cofundador de Twitter, uno de los conferenciantes.

Les dije que, con sus plataformas, habían hecho posible que se cometieran numeras irregularidades en el referéndum para decidir si el Reino Unido permanecía o salía de la Unión Europea. También señalé que tal como están las cosas, no creo que sea posible volver a tener elecciones libres y justas nunca más. La democracia liberal se ha roto. Ellos la han roto.

No fue hasta más tarde cuando me percaté de lo que habían hecho los responsables de TED al invitarme: en ese escenario, con ese público, invitarme había sido como permitir que el zorro entrara en el gallinero. Y yo era el zorro. O como dijo uno de los asistentes: “Entraste en su templo y te cagaste en el altar.”

Es así. Y no menos importante: los mencioné uno a uno. Nadie me había indicado que no lo hiciera. Así que los mencioné, delante de un público integrado por sus compañeros, mentores, empleados, amigos e inversores.

Cuando terminé, se hizo el silencio en el auditorio y poco después el público estalló en gritos y vítores. “Es lo que todos pensamos”, me dijo o una persona: “pero hasta ahora nadie lo había dicho”.

No es exagerado afirmar que los eventos organizados por TED son el templo sagrado del sector tecnológico. En sus inicios, las charlas sirvieron para presentar a los nuevos milagros del sector -el Apple Macintosh y el CD-Rom- y en los últimos años se ha convertido en el lugar que ha articulado más claramente el evangelio de Silicon Valley. Para muchos, entre los que me incluyo, estas charlas nos hicieron descubrir la emoción y las posibilidades de la tecnología. Un tipo de utopía tecnológica que, a pesar de que el mundo se ha oscurecido, a este evento le ha costado mucho renunciar.

Ahora lo ha hecho. O al menos ha lanzado una bengala. Un golpe audaz imposible de ignorar para su sumo sacerdote, Chris Anderson, un  británico reflexivo que compró las charlas TED en su forma primigenia, unas conferencias secretas celebradas en California para los amos del universo, y las convirtió en un plataforma de difusión que mueve millones de dólares.

Anderson no solo me invitó a dar una charla sino que me dio un lugar destacado. Participé en la primera sesión; una charla que sus patrocinadores no podrían evitar.

En la sala de transmisión simultánea, donde los asistentes a la conferencia, que han pagado entre 10.000 y 250.000 dólares, se sientan en mullidas butacas, se encontraba Sergey Brin, cofundador de Google. “Vi cómo parpadeaba cuando lo mencionaste”, me contó otra persona. “Como si estuviera comprobando si alguien estaba mirando”, dijo.

Los altos cargos de Facebook que se encontraban en el auditorio habían sido “advertidos” de antemano. Y a los pocos minutos de bajar del escenario, me dijeron que su equipo de prensa ya había presentado una queja oficial. Para ser justos, ¿qué empresa multimillonaria con un ejército de expertos en relaciones públicas, abogados y equipos de gestión de crisis, entre los que destaca el ex viceprimer ministro del Reino Unido Nick Clegg, no querría rebatir la acusación de que ha roto la democracia?

El problema de Facebook es que no puede rebatir mi acusación. No tiene pruebas que demuestren lo contrario. Si la red social es inocente de todos los cargos, ¿por qué no ha venido Mark Zuckerberg a Gran Bretaña y ha respondido a las preguntas del Parlamento?

Antes de que terminara la sesión, una integrante del equipo de TED me dijo que Facebook había cuestionado algunas de las afirmaciones que había hecho por considerar que eran “inexactas” y me dijo que se habían visto obligados a enviarles el guion de mi conferencia. ¿Qué inexactitudes de los hechos?, nos preguntábamos las dos. “Veamos con qué regresan por la mañana”, comentó.

Spoiler: nunca lo hicieron.

Esa noche se celebró una cena a la que asistieron Chris Anderson y un grupo de altos ejecutivos de Facebook. Anderson, una de las personas más reflexivas del sector de la tecnología, estaba imperturbable.

“Siempre ha habido una estricta separación iglesia-Estado entre los patrocinadores y los organizadores del evento”, señaló. “Y es importante que reflexionemos en torno a conferencias como la tuya. Mucha gente está muy molesta por lo que le ha pasado a Internet. Quieren recuperarlo y tenemos que empezar a averiguar cómo”, explicó. Al final de mi charla, Anderson invitó a Zuckerberg o a cualquier otra persona de Facebook a dar su versión.

Spoiler: esto tampoco lo hicieron nunca.

Al día siguiente, Anderson entrevistó a Jack Dorsey, cofundador de Twitter. Cuán difícil es deshacerse de los nazis en Twitter, le preguntó Anderson. Dorsey, que lucía una boina negra, una sudadera con capucha negra, vaqueros negros y botas negras, un monje de la era online, contestó, sin inmutarse, que el nazismo era “difícil de definir”.

Reconoció que tenían problemas pero que no tenía sentido intentar resolverlos de cualquier manera. Necesitaban solucionarlos desde el “fondo”. Anderson puso el siguiente ejemplo: vas a bordo de una embarcación que se dirige hacia un iceberg. “Y lo que tú dices es que… tu embarcación no está preparada para esta situación. Y mientras esperamos (a que se produzca el choque) reaccionas con una serenidad extraordinaria mientras los demás estamos sumamente preocupados viendo desde la proa cómo el iceberg está cada vez más cerca y decimos: 'Jack, gira el puto timón'”.

Spoiler: nadie ha girado el puto timón.

Anderson elogió a Dorsey por haber hecho acto de presencia. Y efectivamente dio la cara. Tuvo el valor de hacer lo que Zuckerberg y Sandberg no hicieron, pero para muchos, incluyéndome a mí, no sirvió de nada que se tomara la molestia de venir.  Lo que más me impactó, de manera estremecedora, fue la ausencia total de emoción, de cualquier tipo, en su rostro, expresión, comportamiento o voz.

Cuando el verano pasado Cyndi Stivers, una directiva de TED, me preguntó si estaría interesada en dar una charla, fui muy consciente de que este reto me aterrorizaría y, al mismo tiempo, consideré tenía que hacerlo. Desde que he estado escribiendo sobre esta cuestión --el papel que han desempeñado las redes sociales en la transformación de las democracias-- la falta de cobertura que este tema en las cadenas de televisión y por parte de muchos periódicos ha sido una constante. Muchos periodistas veteranos y respetados no han comprendido la gravedad de la situación. Los periódicos de derechas han optado por una malinterpretación deliberada de los hechos. Los partidos en el gobierno y en la oposición se han caracterizado por el más absoluto de los silencios.

El formato de las charlas TED es brillante. Además, los conferenciantes están inteligentemente elegidos y, sus charlas, muy bien editadas. Esto ha permitido que TED logre superar a los medios tradicionales, y muy especialmente a la BBC, y hablar de un tema que no ha sido tratado por ellos.

Las charlas TED se dirigen a un público que necesita desesperadamente saber lo que ha pasado, pero que casi con toda seguridad no lo sabe: los adolescentes y jóvenes que están desencantados con la clase política y que no pueden votar  pero que se verán afectados por esta tormenta perfecta de tecnología y criminalidad por el resto de sus vidas.

Sin embargo, dar una charla TED es un reto difícil y que causa mucho estrés al que la prepara, incluso si es un conferenciante con mucha experiencia, que no es mi caso. Mientras me preparaba para subir al escenario, le expliqué a la directora de escena que los latidos de mi corazón estaban fuera de control. En un gesto de gran amabilidad, me cogió las dos manos y me pidió que respirara lentamente. Y lo que no se ve en el vídeo, editado con maestría, es el terrible momento en que me quedé en blanco. Esto dio lugar a un acto de amabilidad colectiva; una empática y espontánea ovación por parte del público mientras me calmaba y hojeaba mis apuntes. “Fue entonces cuando el público se puso de tu parte”, me dijo uno de los asistentes: “Eras humana. Ahí es cuando te lo ganaste”.

Dorsey subió al escenario luciendo gorra y una sudadera con capucha. Solo se me ocurre una forma de describir su actitud: cero empatía. Le hice la misma valoración a un titán del sector tecnológico de más edad que Dorsey y me contó que una vez hizo un vuelo de 15 horas con Zuckerberg en un jet privado con otras 16 personas y Zuckerberg no intercambió ni una sola palabra con nadie en todo el tiempo.

Es lo único en lo que puedo pensar al final de la semana. Durante cinco días, he estado abrumada por el apoyo, la comprensión y los ánimos de todos aquellos que me han expresado que están impactados o aterrorizados por mi charla y por el peligro que representa una tecnología que ha desatado un potencial de destrucción que ni vimos venir ni sabemos cómo controlar.

Dorsey puede ver el iceberg pero no parece sentir nuestro terror. Ni lo entiende. En una entrevista el verano pasado, la periodista estadounidense Kara Swisher preguntó repetidamente a Zuckerberg cómo le hacía sentir el papel que, según la ONU,  había desempeñado Facebook en la incitación al genocidio en Myanmar. El fundador de Facebook no quiso o no pudo responder.

El mundo necesita cerebros de todo tipo. Sin embargo, en el contexto actual, y con los peligros a los que nos enfrentamos, el tipo de inteligencia de Dorsey o de Zuckerberg no es la que necesitamos. Son hombres brillantes. Han creado plataformas de una complejidad inimaginable. Pero si lo que ha ocurrido en Myanmar no les remueve el estómago o no se sienten abrumados por un sentimiento de culpabilidad por el hecho de que sus plataformas fueron utilizadas por las agencias de inteligencia rusa para subvertir la democracia de Estados Unidos, o asqueados por el papel que han desempeñado en lo sucedido en Nueva Zelanda, entonces no están en condiciones de conservar esos puestos de trabajo ni de ejercer ese poder inimaginable.

La semana pasada me codeé con los dioses del sector tecnológico. No creo que su intención fuera facilitar que las masacres sean retransmitidas en directo o un fraude electoral masivo en un referéndum que era una ocasión única y con un resultado muy ajustado. Sin embargo, esto es lo que pasó.  Si no sienten culpa, vergüenza y remordimiento, si no desean ardientemente enmendarlo, entonces sus consejos de administración, accionistas, inversores, empleados y miembros de su familia deben pedirles que se marchen.

Podemos ver el iceberg. Sabemos que se acerca. Esta es la lección de TED 2019. Todos somos conscientes de ello. Solo cinco personas en el auditorio parecen no saberlo: Mark Zuckerberg, Sheryl Sandberg, Larry Page, Sergey Brin y Jack Dorsey.

Traducido por Emma Reverter

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