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África muere

La falta de saneamiento amenaza a 27 millones de personas en África y Yemen, según Unicef

Alberto Vázquez-Figueroa

La Unión Europea dispone del denominado Reglamento Dublín III, que obliga a todos los estados miembros, y que puntualiza que los inmigrantes y refugiados son responsabilidad del país en el que desembarcan en primer lugar.

Ello ejerce una gran presión sobre España, Italia, Grecia, Malta y Turquía debido a que la norma internacional exige que las embarcaciones que rescatan a refugiados están obligadas a desembarcarlos en el puerto más cercano.

Como la mayoría provienen del África subsahariana, a través de las costas libias, su punto de llegada lógico es Italia, que por primera vez se ha negado a acatar el Reglamento.

Dicha negativa está a punto de provocar la ruptura en la Unión Europea, debido a las enormes diferencias que existen entre el punto de vista de los países que aceptan a los inmigrantes y el de quienes los rechazan.

El fin de la Eurozona –deseada por muchas grandes potencias– significaría una catástrofe, por lo que –basándose en experiencias anteriores que dieron buenos resultados– este informe pretende demostrar que el grave problema al que nos enfrentamos no estriba en un exceso de población, sino en que ésta se encuentra mal distribuida y se desaprovechan inmensas regiones potencialmente productivas.

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Cuando el capitán Alfred Dreyfus fue injustamente declarado culpable de alta traición, uno de los asistentes al juicio, el escritor y periodista austríaco Theodor Herzl, comprendió que el antisionismo dividiría a Europa a semejanza de como lo está dividiendo actualmente el tema de la inmigración.

En 1897 fundó la Organización Sionista Mundial y tras fracasar en su intento de crear el Estado de Israel en unos territorios que aún pertenecían al poderoso imperio otomano, intentó comprar colonias africanas con el fin de instalar en ellas a los judíos que se encontraban en peligro en Rusia, Polonia y Alemania.

Temiendo la llegada de un auténtico holocausto –cosa que ocurrió décadas más tarde–, envió a África expertos en agricultura, educación, obras públicas e hidrología, que se aplicaron a seleccionar territorios idóneos, y tras unos primeros estudios instaló en Kenia a familias judías procedentes de Siberia.

Pese a que murió muy joven, está considerado el “Padre de la Patria Israelí”. Quienes le sucedieron no supieron impulsar sus proyectos, pero su iniciativa significó un importante precedente, ya que resulta interesante analizar cuánto dejó escrito sobre la forma de administrar lo que denominaba “las nuevas patrias judías”:

"Durante los primeros años debemos trabajar en silencio, con humildad y ahínco,  intentando aprender de los nativos, puesto que más sabe de sus tierras, sus bienes y sus males, el más ignorante pastor local que el más ilustrado filósofo vienés".

"El contenido de un complejo manuscrito se asimila en meses de estudio, pero desentrañar los secretos de una determinada naturaleza exige el esfuerzo de varias generaciones".

La idea de crear territorios que acojan a desplazados tiene por tanto más de un siglo, y el hecho de que una buena idea quede aparcada no significa que deba descartarse si contiene elementos válidos. Muchos proyectos fracasaron porque se habían adelantado a su tiempo y tan solo triunfaron cuando llegó su momento.

Los descendientes de las familias judías que Herzl había enviado a Kenia aún rezan en la sinagoga que construyeron en 1914, admiten haberse adaptado a la vida en África y no sienten el menor interés en mudarse a Israel.

"Si vivimos en paz con los keniatas no tenemos por qué irnos a vivir en guerra con los palestinos. El mundo es lo suficientemente grande y empeñarse en volver a los tiempos del Templo de Salomón es como empeñarse en volver al altar de los sacrificios de los aztecas".

No obstante, hace unos treinta años algunos judíos recuperaron las ideas de Herzl, debido a que millones de sus correligionarios aspiraban a instalarse en una tierra prometida en la que ya no cabían todos, y advirtieron a sus gobernantes que si continuaba la presión de los colonos sobre territorios que legalmente no les pertenecían, la situación degeneraría en continuas masacres.

Masacres de las que el mundo es testigo casi a diario.

Ese nuevo proyecto cayó una vez más en el olvido, puesto que pretendía encontrar territorios que acogieran a judíos –¡solo a judíos!– y ya nadie deseaba codearse con ellos.

Unos por miedo, otros por convicciones políticas y otros por puro antisemitismo, los posibles candidatos les cerraron las puertas.

Sus estudios indican que en Somalia, Egipto, Sudán, Yemen, Etiopía, Mauritania, Senegal, Jordania o Namibia existen enormes extensiones de zonas costeras en las que podrían instalarse colonias con un prometedor futuro, pese a que actualmente carezcan de infraestructuras.

La mejor prueba de que están en lo cierto se encuentra en Almería, antaño un desierto despoblado, bueno tan solo para rodar películas, pero que en apenas treinta años y gracias el uso de invernaderos, el aporte de agua y las nuevas tecnologías, se ha convertido en uno de los mayores abastecedores de alimentos de Europa, superando a regiones históricamente muy fértiles.

Cada semana exporta miles de toneladas de frutas y verduras y es uno de los lugares del planeta que produce más beneficios por metro cuadrado, proporcionando alimentos a millones de personas.  

Y Almería tan solo cuenta con doscientos kilómetros de costa desértica aprovechable mientras que en África existen nueve mil, en Medio Oriente cuatro mil, en Sudamérica tres mil y en Australia dos mil quinientos.

Theodor Herzl pretendía comprar esos territorios a las potencias coloniales, pero hoy en día resulta imposible, puesto que se trata de países independientes y no existe casi ninguno cuyas leyes le permitan vender parte de sus territorios.

No obstante, las leyes de varios de ellos les permiten arrendarlos por un período de noventa años, de forma semejante a como suele actuar la corona inglesa.

Si en las antaño desoladas costas almerienses trabajan y viven casi trescientas mil personas, en las costas africanas podrían trabajar y vivir sesenta millones, que a su vez proporcionarían alimentos a decenas de millones.

Se han localizado muchos puntos idóneos, pero los mejores están situados en lugares en los que cerca del mar se alzan cadenas montañosas que frenan los vientos. En otros tiempos algunos fueron increíblemente fértiles, pero los cambios en la climatología los desertificó.

Al norte de Somalia, en el llamado Cuerno de África, existe una cadena montañosa en cuyas laderas aún se distinguen zonas verdes o aislados palmerales que dan fe de su pasada fertilidad. Supera a Italia en extensión, pero la gran diferencia entre ambos países estriba en que Italia dispone de agua, lo que le permite sostener a doscientos habitantes por kilómetro cuadrado mientras que en Somalia apenas logran malvivir trece.

¡Solo trece! ¡Y solo por falta de agua!

Agua o muerte

Pueblos, ciudades, civilizaciones e incluso especies animales han desaparecido a causa de las sequías, pero no se sabe de ninguna ciudad, civilización o especie animal que haya desaparecido por falta de petróleo.

Controlar el mercado del agua resulta mucho más beneficioso que controlar el mercado del petróleo, puesto que la mitad de los seres humanos nunca necesitan petróleo mientras que todos necesitan agua para sobrevivir, regar, abrevar el ganado o mantener unas mínimas condiciones higiénicas.

Ese fue el motivo por el que a principios del mil novecientos se llego a una lógica conclusión: o se trasladaban las grandes ciudades industriales a la orilla de los ríos, o se desviaban los ríos hacia las grandes ciudades industriales.

Pero los ríos no son de fiar; un día amanecen secos, al otro se desbordan, y tienen la mala costumbre de arrojar la mayor parte de su riqueza al mar.

Tan solo el Amazonas desperdicia cada día la quinta parte del agua dulce del planeta, suficiente como para apagar la sed de los siete mil millones de hombres, mujeres y niños que lo pueblan.

Debido a ello, tras la Segunda Guerra Mundial el control del agua empezó a convertirse casi un monopolio. En la actualidad, una docena de empresas (en su mayoría francesas) regulan el mercado mundial, y setenta años de ingentes beneficios han dado como fruto una industria firmemente asentada: el agua embotellada.

Las tradicionales fuentes de gran número pueblos han dejado de manar mientras se denuncia a funcionarios que aceptan sobornos por añadirle al agua demasiados productos químicos, con la disculpa de “depurarla al máximo. El agua que abastece a las grandes ciudades ha comenzado a deteriorarse, lo que obliga a las amas de casa a cargar con pesadas garrafas si no quieren que cuanto cocinen sepa a diablos o su familia sufra vómitos y diarreas.

Se ha llegado a un punto en el que en cualquier restaurante cobra un euro por un botellín de un tercio de litro, mientras que un litro de gasolina también cuesta un euro.

Que el agua cueste tres veces más que una gasolina que hay que buscar, extraer, refinar y transportar desde el otro extremo del mundo, es uno de los mayores latrocinios que se hayan cometido jamás.

Pocas personas están dispuestas a matar por un litro de gasolina, pero muchas han matado y seguirán matando por un litro de agua, puesto que nadie soporta tres días sin beber.

El tráfico de agua embotellada se ha convertido en un negocio más criminal que el tráfico de armas, drogas, alcohol, tabaco o prostitutas, puesto que tan solo compra armas, se droga, bebe, fuma o se acuesta con prostitutas quien quiere, mientras que el agua resulta imprescindible para vivir.

Pero las autoridades lo consienten.

Y no solo lo consiente; lo protegen.

Desde hace trece años, la empresa gubernamental Tragsa guarda en sus oficinas de la calle Maldonado nº 58, y la empresa gubernamental Acuamed guarda en sus oficinas de la calle Albasanz nº 11 –ambas de Madrid–, un informe de mil doscientas páginas con toda clase planos, detalles y presupuestos referentes a un sistema de desalación que ellos mismos desarrollaron y que proporciona agua de primera calidad a once céntimos los mil litros, lo cual contrasta escandalosamente con los tres euros por litro.

Un numeroso grupo de sus mejores técnicos, dirigidos por los ingenieros Dionisio Lopez y Maria Iglesias, dedicaron ocho años de estudio e invirtieron siete millones de euros en desarrollarlo y en elegir los lugares idóneos para llevarlo a cabo.

El presupuesto final está firmado por la ingeniera del ministerio Mª José Mateo del Horno.

Ni Tragsa ni Acuamed permiten que dichos estudios salgan a la luz, pero existen tres copias; una se encuentra en poder de la Universidad de La Laguna, la otra en el despacho del juez Eloy Velasco, y la tercera a disposición de aquellas autoridades que quieran acabar con las mafias del agua.

Nota: el anterior director general de Acuamed y su directora de proyectos acabaron en la cárcel pero muy pronto salieron en libertad condicional pagando una fianza de trescientos mil euros que aún nadie sabe cómo obtuvieron.

De todo cuanto aquí se ha expuesto se deduce que el agua, su existencia, su carencia o su control, subyace en el problema de la crisis de los emigrantes tal como lo ha venido haciendo en casi todas las grandes crisis de la humanidad, pero curiosamente, en el mismo problema puede encontrarse una solución.

El negocio del agua embotellada factura cientos de miles de millones en todo el mundo, pese a lo cual paga unos impuestos mínimos, debido a que el agua está considerada una necesidad vital.

Pero desde el momento en que ha sido manipulada y embotellada debería pagar los mismos impuestos que el alcohol o los refrescos, añadiéndole un plus por lo que contaminan sus botellas de plástico.

Los mares sufren, los ríos sufren, los hombres sufren, y los únicos que se benefician son los empresarios y los políticos corruptos.

Con el dinero que se recaudase y lo que se debe invertir cada día de cada mes de cada año en cuidar y alimentar a los refugiados que continuaran llegando se podría crear un fondo que convirtiera esos diez mil kilómetros de costas desérticas africanas en medio centenar de nuevas Almerías.  

O por lo menos hacer una primera prueba que demostrase que resulta factible.

Serán muchos los que pregunten por qué tenemos que hacer algo por quienes invaden nuestros países sin haber sido invitados; a esos se les puede responder que, o lo hacemos, o acabaran arrollándonos y con razón, porque durante trescientos años invadimos África sin haber sido invitados, nos apoderamos de sus riquezas, violamos a sus mujeres y esclavizamos a sus hijos vendiéndolos como animales para que nos enriquecieran cortando caña de azúcar o cultivando algodón.

Justo es que quieran recuperar una mínima parte de cuánto les  arrebatamos, y más vale que le ayudemos a recuperarlo sin esperar a tener que enfrentarnos a ellos cuando vengan empuñando las armas que nosotros mismos les estamos vendiendo.

FIN DEL CAPÍTULO PRIMERO

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