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Rafael Hernando, el símbolo del juego sucio

Rafael Hernando y la ministra de Sanidad, Dolors Monserrat, en el Congreso.

Iñigo Sáenz de Ugarte

Todos los partidos tienen gente para el trabajo sucio. Algunos lo aceptan porque alguien tiene que hacerlo. Otros han nacido para ello. No sé en qué categoría hay que colocar a Rafael Hernando, pero lo que es seguro es que nadie como él define la arrogancia y la chulería en la política española. Lo único extraño en el portavoz del grupo parlamentario del PP es que no lleve un palillo en la boca.

Ese tipo de políticos se retratan a sí mismos con facilidad. No hay límites para embadurnar de lodo a sus adversarios y de beneficiar a su clan. Incluso cuando es su banda la que ha creado el caos y la vergüenza. En esos momentos tan complicados es cuando se aprecia su valía.

Después de ser idolatrada durante años, Rita Barberá había terminado por caer en la telaraña de las investigaciones de la corrupción del PP valenciano que había diezmado antes las filas del partido en esa comunidad. En la aplicación de la doctrina oficial del partido sobre corrupción, la habían defendido como si fuera una santa impoluta hasta que, al ser llamada a declarar como imputada por el Tribunal Supremo, fue necesario cortar amarras e impedir que la peste llegara hasta su gran valedor, Mariano Rajoy.

La secuencia siempre es la misma. Primero, se niega todo. Luego, se acusa a la oposición y los medios de comunicación de montar una campaña sin base. Al iniciarse el proceso judicial, se moviliza a los Trillos (ejem, los abogados) para que obstaculicen las investigaciones (hacer de defensores de los imputados cuando representan a la acusación es una de sus grandes aportaciones al Derecho español). Cuando un juez descubre que hay indicios sólidos de que se ha cometido un delito y alguien es señalado, hay que apartarse de esa persona como si fuera un leproso en la Edad Media para que nadie pueda exigir responsabilidades políticas al presidente del Gobierno.

No sabíamos nada. Quién iba a pensar algo así. Ha sido un golpe durísimo. Hay que dejar que la Justicia actúe. Esa persona de la que usted me habla.

Como Barberá negó la evidencia y persistió en amarrarse al puesto de senadora, el PP la cubrió de un manto de invisibilidad. Se convirtió en un fantasma. Los dirigentes del PP le negaban el saludo. Los que la habían amado con locura miraban para otro lado cuando pasaba. Algunos hasta se ponían rígidos al verla. Que no me hable, que no me hable.

Su sobrina resumió la situación el jueves con unas pocas palabras: “Los que la han abandonado le han roto el corazón”. Y al final su corazón reventó.

Volvamos a Rafael Hernando y dejemos que se explique con sus propias palabras. La muerte de Barberá era una oportunidad que no podía dejar escapar.

Para proteger a su gran valedor, que le debía mucho –ese mismo, Mariano Rajoy– la obligaron a dejar el Senado. Como no quiso, le dijeron que la iban a expulsar o suspender de militancia, lo que hizo que ella entregara su carné número 3 del PP. Pero no, todo esto es una ficción, según Hernando. La estaban protegiendo, le estaban haciendo un favor. Abandonarla fue un gesto de amor.

¿Sin ninguna prueba? El Tribunal Supremo la llamó a declarar como imputada a causa de la investigación realizada por la Fiscalía Anticorrupción y la Guardia Civil. Varios testimonios de gente que trabajaba para el PP indican que se blanqueaba dinero negro para financiar la campaña electoral del partido. Se hacía con el viejo recurso de préstamos personales que se devolvían de inmediato con dinero sucio. Billetes de 500 euros. Lo que hace cualquier organización criminal para blanquear montañas de efectivo cuyo origen es delictivo. Las campañas no se pagan solas.

Según Hernando, las fuerzas de seguridad, fiscales y jueces falsearon pruebas o prevaricaron. De otra manera, es difícil saber cómo se puede imputar a una senadora “sin ninguna prueba”. Por el Tribunal Supremo, nada menos.

¿Generar escándalos? Los escándalos los han generado con su conducta Rita Barberá, Alfonso Grau, Alfonso Rus, Carlos Fabra, Sonia Castedo, Rafael Blasco y otros muchos dirigentes menos conocidos del PP de esa comunidad que han tenido o van a tener que rendir cuentas ante la Justicia por la corrupción rampante de los años de mayoría absoluta. Son esos escándalos los que han dejado al PP sin el poder en varias instituciones, empezando por la Generalitat y el Ayuntamiento de Valencia. Por decisión de las urnas.

Quizá se refería a la época en que la gente supo cómo se manejaban los billetes de 500 euros en la sede del PP de Valencia. O cuando Alfonso Rus contaba billetes en un coche como quien se está repartiendo el botín de un atraco. Todo el mundo sabía que Rita Barberá era la gran madre superiora del PP valenciano. Era difícil creer que no se enteraba de nada. Incluso si fuera así, su carrera política debía tocar a su fin por haber sido la reina de un puñado de cuatreros de su más estricta confianza.

Desde luego, cuando ella se quedó en el Senado como incómodo símbolo de la corrupción de esa zona de España, nadie en el PP, tampoco Hernando, se atrevió a defenderla. Ni siquiera la miraban. Les hubiera caído la del pulpo, pero el cefalópodo habría sido lanzado desde Moncloa o Génova. Sólo había que escuchar a los dirigentes nacionales del PP.

Lo que es justo es justo. Ahí ha estado bien Hernando. En su discurso habitual, esto debe considerarse un toque de humor negro. Cómo habrá sido el alcance de la corrupción en España que hasta el PP, como partido, ha acabado en los tribunales.

Todo eso puede ser cierto, pero el problema del PP valenciano es que también amaba los billetes de 500 euros para financiar sus campañas electorales. Y resulta que eso es ilegal. Y si Barberá amaba al Partido Popular, está claro que al final pensaba que le había traicionado.

¿Incluso? ¿Hay otra forma de acosar a alguien que no sea de forma personal? Veamos. Ese fue el gran error de Barberá. Empecinarse en seguir en el Senado, como si eso fuera una demostración de inocencia. Era lo contrario. Se convertía en el último símbolo más notorio en el legislativo de una época nefasta marcada por la corrupción.

Las cámaras de televisión apostadas a la entrada de su edificio –un castigo muy inferior al daño hecho por la corrupción a este país– eran el correlato desgraciado de la época en que ella era la emperatriz de Valencia, la alcaldesa que disfrutaba de los halagos y adoración de los políticos de su partido y de sus votantes.

Cuando eres la estrella de todos los actos, si caes en desgracia, te conviertes en un agujero negro que absorbe toda la atención, pero esta vez de forma terrible. Antes eras el símbolo del éxito, ahora lo eres de la vergüenza. Sólo pasas de lo primero a lo segundo si eres responsable de una conducta impropia de las responsabilidades que tuviste.

Hernando no sabe de esas cosas. La única responsabilidad que tiene es blandir el hacha para intentar decapitar a sus enemigos y llenarlo todo de barro y sangre. Es el verdugo sin conciencia.

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