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¿Todos lo saben?

Miguel Roig

Me llama la atención que, en general, la crítica de la película Todos lo saben del director iraní Asghar Farhadi –salvo la excepción de Carlos Losilla en la revista Caimán–, se resuelva con un largo compendio de adjetivos comprometidos con el campo emocional. No solo eso, algunas reseñas también comprometen al espectador con una revelación de un hecho que el realizador hubiera preferido que se descubra durante el visionado de la película. Pero así están las cosas. La prensa cultural hace años que ha pasado a formar parte de la información financiera, en el mejor de los casos; en el peor, deportiva. Hay, eso sí, reseñas que combinan las dos secciones, la del dinero y la del balón, en una sola pieza.

Hace un par décadas, en un artículo recopilado en La ciudad de las patrañas, David Mamet observaba el hecho de que las cifras de las taquillas de los cines y los teatros se publicaban como noticias y que estas, a su vez, servían para aumentar su éxito económico. Para Mamet el entretenimiento sustituyó al conocimiento. En otras palabras: la industria cultural ha desplazado a la cultura.

Desaparecida ya Interviú, última superviviente de las revistas semanales de opinión, el catálogo de Ikea, que acaba de llegar a casa en estos días, atrae a la libido con más fuerza que un desnudo. En Francia sobrevive L’Express y Le Point (¡y Cahiers du cinema!); en Italia, L’Espresso y Panorama; en el Reino Unido y con distribución global, The Economist; aquí el kiosko está yermo de papel por la desaparición de los semanarios primero y el asedio digital después. La ausencia de las revistas se amortizó con el argumento de que los suplementos dominicales, en especial el semanal de El País, habían desplazado a esas publicaciones. Fuera de escena, entonces, las revistas, la industria cultural cooptó las páginas de cultura de los diarios, suprimiendo la crítica para poner en su lugar un catálogo de novedades culturales con crónicas publicitarias. ¿Qué cabida puede tener hoy un suplemento de libros como el que dirigía Alejandro Gándara o la crítica cinematográfica de Ángel Fernández-Santos? Una distribuidora de cine necesita extraer de la crónica periodística una frase publicitaria con la firma del medio para la promoción de sus estrenos. En el mercado del libro sucede lo mismo. No se ofrece un libro o una película para despertar interrogantes, solo se busca confirmar el punto de vista de los consumidores. El cliente siempre tiene razón.

No hacen falta luces para distinguir que el estilo de Asghar Farhadi no es el de Abbas Kiarostami ni JafarPanahi pero se necesita algo más que fervor deportivo para ver que en Todos lo saben, hay mucho más que pasión, sufrimiento, miedo y relaciones intensas. Además de todo eso, que a la productora le viene de maravilla y está bien que así sea, en esta película, de principio a fin, hay un extenso interrogante de un tema tan universal como el amor: la propiedad. ¿De quién son las cosas? Y no ya de quién es la tierra –interrogante que no está ausente en la película–, sino de quién son los hijos y aún, en el terreno del amor, de quién son las personas.

La calidad artística de la película, que no es poca, se alimenta del intento de construcción de un sentido a través de estas preguntas y las repuestas, obviamente hay que buscarlas en el fuera de cuadro. No como el personaje que interpreta Ricardo Darín que pone la solución al dilema en la trascendencia, como aquel sicario que interpretaba Federico Luppi en la magistral obra de Agustín Díaz Yanes, Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto, un asesino que ante la enfermedad de su hija busca razones y soluciones en Dios.

En las reseñas de Todos lo saben se ofrece adjetivos y buenas cifras de taquilla. En la película, algunas preguntas que deberíamos hacer sobre aquello que no queremos saber.

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