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Las verdades absolutas

Miguel Roig

Borges dice que los hombres han repetido siempre dos historias: la de un bajel perdido que busca por los mares mediterráneos una isla querida, y la de un dios que se hace crucificar en el Gólgota. En tiempos de individualismo supremo y descomposición social como éste que vivimos, alcanzar Icaria está muy lejos de relatos colectivos como el que acabó con el grito de “¡Tierra!” en boca de Rodrigo de Triana al divisar las costas americanas o aquella frase de Neil Armstrong al pisar la luna, “Es un pequeño paso para un hombre, pero un gran salto para la humanidad”. Del mismo modo, ya no hay “crucifixiones” que se trasciendan a sí mismas como las ejecuciones de Ernesto Guevara, el Che, o la del líder afroamericano Malcolm X. O tal vez la nueva Icaria esté en la isla de Lampedusa y la muerte de cientos de migrantes que el intentar ganar la playa se convierte en un sacrificio.

Los relatos griegos encierran también la búsqueda de un conocimiento. Así, la travesía de Ulises enseña el camino plagado de obstáculos que hay que sortear con pericia, esfuerzo y una voluntad a toda prueba para alcanzar el destino. Por su parte, el relato bíblico es un camino hacia la fe. Homero enseña a ser marinero en tierra para llevar adelante nuestra propia vida; el texto bíblico, a través de la fe, ofrece las respuestas que nos podemos hacer sobre otra vida, la que no está aquí. Pero hay puntos de intersección entre ambos relatos: el amor cristiano tiene una lectura laica y ese vínculo es un lugar de encuentro que es muy difícil de localizar hoy día. En el supuesto meeting point cívico no encontramos a nadie. No se trata aquí del amor romántico que se anhela para encontrar una pareja, el que se desgrana con ruido y furia en los reality shows o el sublimado amor que disfrutan en las páginas de ¡Hola! las parejas reales. Se trata del amor del vínculo por un bien común, colectivo, que según el atajo que se escoja nos puede llevar a la convivencia cívica o a la salvación cristiana.

La opinión de Borges sobre los dos relatos fundamentales está leída en su cuento El Evangelio según Marcos, donde narra un hecho sucedido en una estancia bonaerense. El protagonista es un rezagado estudiante de medicina que viaja al campo de un familiar. La estancia está habitada por un capataz, Gutre, y sus hijos. Como es habitual en el otoño bonaerense, el tiempo cambia repentinamente y del calor sofocante, acompañado por copiosas lluvias, se pasa al frío. En la narración el agua, bíblica, no deja de caer y provoca inundaciones que ahogan a parte del ganado, cierran los caminos y anegan la casa de Gutre y sus hijos, obligándolos a mudarse a la casa principal. Según pasan los días, el protagonista se deja la barba y encuentra una vieja Biblia en inglés. A medida que avanza el relato, la convivencia se va marcando con hechos significativos, como cuando el protagonista cura a una corderita enferma con pastillas y los Gutre expresan su gratitud hacia él de forma curiosa, siguiéndolo por toda la finca, permanentemente a su disposición. Por las noches, después de la cena, al protagonista se le ocurre leerles la Biblia y empieza, al azar, por el evangelio de Marcos. Los Gutre se interesan vivamente por el relato y le obligan a releerlo. Mientras tanto, la lluvia sigue incesante y una noche, probablemente impulsada por el padre, la hija se le entrega al protagonista. Al día siguiente cuando le interrogan por la lectura, a pesar de ser un librepensador, se siente en la necesidad de justificar lo que había leído. Los Gutre quieren saber si Cristo se había dejado matar para salvar a los hombres y si también se habían salvado aquellos que le clavaron los clavos. Al salir a la galería luego de la siesta, se encuentra a los Gutre hincados en el suelo pidiendo su bendición. Acto seguido, lo maldicen, lo escupen y lo empujan hasta el fondo a un galpón al que le habían quitado el techo para construir una cruz con las vigas.

El cuento de Borges parece justificar el punto de vista que el filósofo italiano Gianni Vattimo esboza en su libro Adiós a la verdad en el que afirma que, si uno dice que no hay verdades absolutas, la gente se enfada. El autor señala que las épocas en las que se creyó que la política podía basarse en la verdad absoluta fueron de gran cohesión social, de tradiciones compartidas, pero también, en muchos casos, de disciplina autoritaria impuesta desde arriba. En palabras de Vattimo, “un ejemplo, incluso admirable, es la época barroca: por una parte, un amplio conformismo asegurado por la autoridad absoluta de los reyes y, por otra, un maquiavelismo explícitamente teorizado. La política ‘moderna’, la que hemos heredado de la Europa de los tratados de Westfalia, en el fondo es ésa. Hasta en los casos cada vez más numerosos de corrupción administrativa, los políticos han reivindicado, en los tribunales, el derecho a mentir (y robar, corromper, etc.) en nombre del interés ‘general’. Robaban no para ellos mismos sino para el partido, y por lo tanto, para el funcionamiento de la democracia, que cada vez cuesta más”.  

La democracia de la Gürtel, la Púnica, la Operación Malaya, el caso de los ERE en Andalucía, el PP en Valencia y en calle Génova, los Pujos en Catalunya, en fin, el coste operativo de una democracia, la cual más que un acto de fe, pide que naveguemos a una nueva Icaria sorteando cantos de sirena de verdades absolutas. 

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