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Permiso para ser débiles

Manifestación en Londres tras el atentado

Ángela Cañal

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Siempre he sentido fascinación por la película Traidor a su patria, una cinta no demasiado conocida de los primeros años de Paul Newman. En ella, un soldado hecho prisionero durante la guerra de Corea es juzgado a su regreso a EEUU, acusado de revelar secretos al enemigo durante su cautiverio. Durante todo el juicio, su abogado trata de demostrar que el aislamiento y las torturas a las que fue sometido acabaron por romper su voluntad. Casi al final de la historia, el personaje de Newman termina por confesar: nunca llegó realmente a romperse, nunca alcanzó ese punto de no retorno del que hablaban los manuales militares. Fue el terror ante esa posibilidad, el abismo que se abría detrás de esa línea, lo que terminó finalmente por quebrarlo.

Siempre nos han fascinado los héroes, los que no tienen miedo, los que se lanzan sin pensar a lo desconocido. Casi tanto como nos admiramos ante quienes, ante la adversidad, ante la tragedia, ante el dolor extremo, son capaces de aguantar el tipo. Los que no se rompen. Esta semana todos nos hemos solidarizado con el extenuante tormento de la familia de Ignacio Echeverría, el español asesinado en Londres, que durante días han sido sometidos a la indescriptible crueldad de no saber si su hijo, si su hermano, estaba vivo o muerto. Los medios han destacado su entereza, su dignidad, su generosidad, su saber estar. Cualidades que admiramos y que nos abruman, que nos inspiran y nos consuelan, que nos ofrecen la incierta esperanza de que en circunstancias parecidas nosotros podríamos también, como ellos, ser fuertes. Aguantar el tipo.

Son un ejemplo impresionante, sin duda lo que lo son. Y la mayoría de nosotros estamos lejos de empezar a comprender el alcance de su dolor. Pero es bueno que nos recordemos que no habrían expresado menos dignidad, ni habrían merecido menos simpatía, si hubieran estallado, si se hubieran roto. Si hubieran maldecido en público el momento en que su hijo, su hermano, decidió darse la vuelta en lugar de hacer como los demás y echar a correr. Si en vez de tragar saliva se hubieran arrancado la ropa. Es bueno que nos recordemos que ahí fuera, cruzando el descansillo, en la mesa de al lado, al otro extremo del teléfono, sigue habiendo muchas personas que sienten que tienen que dedicar más energías a contener su dolor que a compartirlo. Que se acostumbran a domesticar su angustia, a maquillar sus duermevelas, a disfrazar su pavor, por temor a mostrarse vulnerables.

Cuando Roosevelt dijo aquello de que a lo único a lo que debíamos temer era al miedo, dio quizá sin pensarlo en el clavo. Da mucho miedo tener miedo. Da mucho miedo estar herido. Nos habituamos a esconderlo, como una vergüenza, como una tara, como una debilidad, como un precipicio. Por eso los muros de Facebook están tan llenos de sonrisas, de playas y de pies desnudos. Quizá por eso, lo estoy pensando ahora, es tan apropiado que se llamen así, muros. Tal vez por eso, entre arenas doradas, selfies brumosos y vasos de cerveza aún empañados por el frío se abren tan pocas rendijas hacia nuestros laberintos, tan pocas voces pidiendo ayuda.

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