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Ensayo uno: El Vacie y el eterno retorno

El elenco del Fuenteovejuna de la TNT/ FOTO: Félix Vázquez

David Montero

“¿Acaso no tendrá que haber ocurrido ya alguna vez cada una de las cosas que pueden ocurrir?”

Así habló Zaratustra. Nietzsche.

Cada inicio de un proceso de ensayos es, de alguna manera, idéntico a todos los anteriores. El mismo temblor, la misma ilusión “arrebujaíta” con la idea de que no tienes ni idea, de que has sido un farsante y todavía nadie se ha dado cuenta, pero esta vez te van a pillar. Porque cuando eres actor, o actriz, empezar a ensayar implica enfrentarse al abismo. Los dos o tres próximos meses vas a compartir más horas con un grupo de personas que con muchos de tus amigos más íntimos. Durante ese tiempo, se vive algo parecido a lo que ocurre en las películas cuando la bomba va a estallar y los buenos están tratando de cortar el cable rojo, confiando en que sea el que la desactiva. Si te equivocas de cable, mueres. Sí, mueres. Ya lo decía Luis Miguel Domiguín: el público es la muerte. Por eso, en los procesos de ensayos se forjan amistades eternas que duran lo que dure la gira (como mucho) y se crean familias efímeras pero muy reales. Al fin y al cabo, nos jugamos la vida juntos.

Hace un par de semanas, empecé a ensayar un nuevo espectáculo: una versión de Fuente Ovejuna que dirige Pepa Gamboa y produce TNT-Atalaya con Ricardo Iniesta a la cabeza. El elenco lo formamos Rocío, Puni, Ana, Pilar, Lole, Sandra, Carina, Bea, Joaquín y yo.  La mayor parte son mujeres de etnia gitana que viven en el asentamiento de El Vacie. Son casi el mismo reparto que montó la famosa versión de Bernarda Alba que durante cinco años ha recorrido escenarios de España y el resto de Europa. Yo vi esa obra en su estreno, pero no las conocía personalmente. Ellas, como yo, como ustedes, tienen sus historias; pero no es de eso de lo que voy a hablarles hoy y en las próximas semanas, sino de la experiencia de compartir estos días con ellas. De las risas y los miedos, de las torpezas y los aciertos, de la formación de esta familia efímera y tan disfuncional como todas las familias.

Llego al ensayo el primer día, fue el lunes 4 de abril. Me pongo mi chándal y mi camiseta negros y empiezo a hacer mi calentamiento. En él mezclo estiramientos con saltos, sonidos guturales, espasmos que me hacen “conectar con mi centro”. Esas cosas que hacemos los intérpretes. Mientras estoy en ello, va llegando el resto del elenco. Mujeres de diversas edades, de tez morena, vestidas con ropa colorida y que charlan entre sí animadamente con un acento ligeramente portugués. Me miran de reojo, yo las miro de reojo. Cuando termino, me acerco al grupo. 

- ¿Tú eres el nuevo? – me dice Rocío.

- Sí – digo.

- ¿Tú eres el malo?, ¿el comendador?

Y todas ríen. Mucho. Es lo habitual. Esta escena es una repetición de otras muchas vividas en el primer día de trabajo. La sala en ensayos suele ser un espacio de extraña alegría y de juego. Reírse en los ensayos es una de las actividades más queridas a los teatreros. Y viene a ser como la catarsis aristotélica, pero hecha a priori y por los propios intérpretes. Supongo que algo parecido harían ya los bufones en la Edad Media: reunirse en algún rincón del castillo y compartir chascarrillos antes de su actuación confiando en haber acertado con el repertorio y así salvar sus cabezas de la ira real. Sí, cada época tiene su muerte.

Por eso, entre las timideces iniciales de cada cual, se va colando muy pronto el humor y las bromas. También se trabaja, claro. El teatro es el arte de la repetición y en los ensayos, básicamente, lo que se hace es pactar cosas –palabras, movimientos-  y repetirlas una vez tras otra para que lo artificial vaya pareciendo cada vez más natural. 

Sin embargo, la alegría que se respira en estos ensayos me sorprende y me posee. Cada pausa, las mujeres se ponen a cantar y a bailar. Rumbas normalmente. Puede sonar a tópico, pero no estoy hablando de oídas. De hecho, al tercer día, una de ellas, creo que Ana, se me acercó y me dijo:

- Oye, ¿a ti qué te pasa? ¿Tú por qué no bailas?

- Yo es que no soy de mucho bailar.

- Ah, no. Aquí tiene que bailar todo el mundo. Mira, Bea estaba en la Bernarda con nosotras y, desde el primer día, somos “uñicarne”. ¿Y cómo? Bailando.

- Pero es que…

Era inútil. Así que allí estaba yo, a las once de la mañana bailando por rumbas, con más vergüenza y menos gracia que nunca en mi vida. Pero bailando. Y ellas hasta me decían olé. Por un breve instante, se me vino a la cabeza lo que sentí, pensé y escribí aquí mismo sobre Mount Olympus de Jan Fabre. Y creí entender que hay algo en estas mujeres que entiende mucho mejor que yo, y seguramente que Jan Fabre, lo colectivo, su fuerza y su importancia. Porque lo entienden desde la vida y no desde el intelecto; porque no tienen que forzarse para conseguirlo, lo tienen.

Dos días más tarde, aparezco con un chaleco fucsia y Rocío me dice:

- Hijo, menos mal que te has puesto un poco de color. Que ya estaba bien de tanto negro y tanto negro.

Yo sonrío y les digo que es que esa mañana me he venido arriba.

Cosas como ésas ocurren en las pausas; el resto del tiempo ensayamos. Ya lo decía más arriba, el teatro es el arte de la repetición. Se plantean escenas, cantamos canciones. Pero me permitirán que de esto no cuente mucho más. Aún todo es reciente y puede variar. Además, es al público, o sea, la muerte, a quien hay que sorprender y entretener. Así que mejor no darle pistas.

A mitad de la segunda semana de ensayo se han atrevido a decirme que eso que yo hago al principio, o sea, el calentamiento, les da un poco de miedo y un poco de risa. También empezamos a contarnos cosas personales: una de ellas tiene un resfriado que se le ha bajado al pecho y anoche no pudo pegar ojo, otra tiene a su hijo malo, yo les cuento que tengo tres hermanos. Vuelvo a sentir que todos los procesos son el mismo proceso: se repite también el momento de hacernos primeras confidencias menores que irán forjando una intimidad pequeña y frágil, que nos empiezan a convertir en una familia.

El viernes pasado, la mitad del elenco estaba fuera fumando y escuchando una anécdota de Pepa, que tiene un buen catálogo. Mientras, las tres mujeres de más edad y yo estábamos en la sala. Yo miraba el móvil y escuché a una de ellas decir:

- Ahora viene lo bueno. Luego viene lo malo, y luego otra vez lo bueno, y luego lo malo. Y así. Siempre así.

¿A que les suena?

En quince días vuelvo a contarles de esta familia en busca del cable rojo.

 

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