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El lugar de las preguntas

Renacimiento

David Montero

17 de febrero de 2022 17:58 h

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La tristura vuelve a Sevilla con su nueva propuesta, 'Renacimiento', concebida antes de la pandemia, pero estrenada inmediatamente después y, por tanto, contagiada (valga la expresión) por ella. Seguro que algo cambió en el espectáculo entre el 17 de abril de 2020 en que estaba previsto su estreno y julio de ese mismo año en que finalmente se compartió con el público. El valor de un abrazo (darlo y recibirlo, pero también contemplarlo), la (im)posibilidad de acompañar a tus seres queridos en sus últimos momentos, el sentido mismo de lo colectivo, sufrieron una sacudida y, con ellos, 'Renacimiento' se cargó de nuevos sentidos para quienes lo hacen y también para quienes nos sentamos en un patio de butacas a vivirlo. No es que todo se haya dado la vuelta como un calcetín, pero hemos sido más conscientes de las grietas que ya estaban ahí y, aunque este tiempo sigue su carrera loca hacia ninguna parte, hemos visto las orejas del lobo. Lo que no está tan claro es qué vamos a hacer con ello.

Renacimiento es, al mismo tiempo, ahondamiento y variación en la senda de la compañía. Ahondamiento porque sigue trazando puentes entre la historia y la intrahistoria, entre lo íntimo y lo público, entre el ansia de revolución y la complejidad del hacer en lo colectivo. Variación porque, como el propio título de la obra indica, hay una reinvención de lo que son y de lo que serán, una fe en que vivir es un continuo renacer. Permanecen la fricción entre un naturalismo radical (situaciones cotidianas y “situacionismos”) y su representación, fricción inevitable en el teatro de nuestro tiempo; pero aquí, más allá de la desconfianza por la vieja máquina, por el bello animal aristotélico, se impone un canto al oficio de la escena como imprescindible reliquia analógica entre tanta digitalización y virtualidad, como apuesta por lo humano frente a la deshumanización.

Paralelismos

La dramaturgia nos propone un paralelismo entre varios momentos paradigmáticos de nuestra historia democrática y el proceso de desmontaje de una obra y creación de la siguiente. No hay, afortunadamente, alegoría porque los tristura saben que la escena es el lugar de las preguntas y no de las respuestas simplificadoras; pero sí hay  afirmaciones porque también saben que la escena es el lugar del deseo y los deseos colectivos, de la fe. Desde el arranque shakesperareano: si Ricardo III es el tirano, Richmond es el nuevo orden que cierra pero no necesariamente cura las heridas, hasta el final épico y frágil a un tiempo, pasando por las conversaciones en medio de la oscuridad y la asamblea en la que se tratan de dirimir algunos asuntos inaplazables pero quizá irresolubles, 'Renacimiento' parece asomarse a una de las grandes preguntas de nuestro tiempo. En palabras de Amador Fernández Savater, “entre el presente sin pasado (de la comunicación) y el pasado sin presente (de la melancolía), ¿cómo escapar?”. Una fe, quizá ingenua pero también muy valiente, se impone al final del viaje en que los cuerpos de la veintena de intérpretes se abrazan en círculo.

Este viaje, contrapunteado por las reflexiones en los textos proyectados de un “yo” nacido justo en el 75, se inserta en un prodigioso trabajo visual y de movimiento que extrae belleza de los procesos: las coreografías de la recogida de telones, los ensayos con la luz, etc. La caja teatral luce hermosa en su desnudez y acoge los movimientos de los intérpretes y la maquinaria, revelando el milagro del hacer colectivo, el esplendor de ver a un grupo de personas, con sus heridas y sus dudas, colaborando para regalarle algo a los demás. El elenco, en el que se integran intérpretes locales, parece llevar meses trabajando junto, y todos defienden sus roles con convicción (ejemplar la asamblea en la que replican el pulso real con sus interrupciones, ardor y momentos de silencio).

'Renacimiento' es una invitación a seguir creyendo en que fundar un nosotros, aunque sea frágil y precario, es mejor que señalar un ellos que destruir; en que hay una esperanza que late en medio de la vida, porque es vida, a la que agarrarnos para seguir confiando en que otro mundo es posible y, quizá, está ya en éste.

Una caligrafía propia

Entre la fértil y milagrosa (por la falta de apoyos) cosecha de la danza contemporánea sevillana y andaluza actual hay una pluralidad de formas y sentires. Hay quienes han re(in)ventado los modelos de representación mezclando alta y baja cultura, quienes han encontrado en el concepto un trampolín para fundar un movimiento propio, quienes habitan las reformulaciones de la danza-teatro. Natalia Jiménez, en cambio, ha trazado un viaje hacia la esencialización de sus propuestas, ahondando en su propio movimiento hasta generar una caligrafía singular. Woolf es un paso más en ese camino en el que la coreógrafa jiennense parte del famoso ensayo de Virginia Woolf Una habitación propia para desarrollar una indagación física y sonora sobre tensión y distensión y, a partir de ella, viajar al corazón del corazón de su danza.

Un piano sin tapa y unas telas de encaje que cuelgan son los únicos elementos escénicos en, entre y con los que juegan las dos intérpretes: la propia Jiménez y la pianista Jordina Millá. A ellos se suma el impecable trabajo de iluminación de Irene Cantero y la dramaturgia del habitual colaborador de Natalia, José Luis de Blas. A partir de ellos y de ellas, 'Woolf' es una llamada a ver la quietud que hay en el centro de todo movimiento y el movimiento que hay en el centro de toda quietud. O lo que es lo mismo, la vida que late en la muerte y viceversa. Hay algo de indagación en el propio acto de moverse, de búsqueda del núcleo último de la presencia. La creadora sigue desarrollando esa caligrafía propia de la que hablábamos más arriba a través de diagonales (idas y vueltas al piano) en lo que se refiere a su relación con el espacio y, en contraste, un movimiento en el que creemos ver el predominio de la espiral.

La belleza surge del sosiego, de la observación de las tensiones y distensiones físicas y escénicas, de las transiciones entre dos islas que se miran (el movimiento de Jiménez y el sonido de Millá) y que, a veces, se hacen un solo ser.

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