A menudo se habla de accesibilidad pensando en rampas, subtítulos o lectores de pantalla. Todo eso es necesario, pero hay otra parte menos visible de la accesibilidad que tiene que ver con cómo las personas perciben, procesan y se relacionan con el mundo. Esa parte se llama neuroinclusión.
La neuroinclusión parte de una idea muy simple: no todos pensamos igual, y eso está bien. Como señala Thomas Armstrong, cada cerebro es único y diferente, y no todos los cerebros funcionan de la misma manera. No existe un cerebro “estándar” al que todos deban compararse, ya que la diversidad entre cerebros es tan valiosa como la biodiversidad.
Cada cerebro tiene su forma particular de funcionar. Algunas personas necesitan silencio para concentrarse; otras solo pueden hacerlo con música. Hay quienes procesan la información de manera lineal y quienes saltan de una idea a otra. Algunas personas piensan en imágenes, otras en palabras. Hay quienes necesitan tiempo para responder y quienes lo hacen casi sin pensar. Todas esas formas son válidas.
Durante mucho tiempo se consideró que había una forma “correcta” de aprender, de trabajar o de comunicarse. Lo demás se etiquetaba como raro, distraído o problemático. Pero la neurodiversidad no es una moda ni un diagnóstico: es una realidad humana. Ya lo adelantó Temple Grandin con su célebre frase: “I am different, not less.” Todos los entornos están llenos de cerebros distintos, aunque no siempre se note.
La neuroinclusión consiste en crear espacios donde esas diferencias no sean un obstáculo sino parte del diseño. No se trata de dar ventajas, sino de eliminar desventajas innecesarias. Por ejemplo, permitir el uso de auriculares con cancelación de ruido en oficinas abiertas puede ayudar a quien se distrae con facilidad. Dar instrucciones por escrito además de verbalmente puede evitar malentendidos. Ofrecer flexibilidad horaria puede permitir que alguien trabaje mejor en sus horas de mayor concentración. Son ajustes simples, pero que cambian por completo la experiencia.
En la educación también tiene mucho sentido. No todos los alumnos aprenden de la misma forma ni al mismo ritmo. Algunos necesitan ver, otros escuchar, otros hacer. Incorporar distintos formatos —texto, audio, imagen, práctica— no solo ayuda a quienes tienen una condición concreta, también mejora la comprensión de todos. Al final, la inclusión siempre termina beneficiando más allá de quien la necesita.
En el entorno digital, la neuroinclusión también tiene un papel importante. Una web saturada de animaciones, colores o mensajes emergentes puede ser agotadora para cualquiera, pero especialmente para alguien con TDAH o sensibilidad sensorial. El lenguaje ambiguo o los menús poco predecibles generan frustración y ansiedad. Diseñar con claridad, ofrecer opciones, evitar el ruido visual: eso también es accesibilidad cognitiva.
La diferencia entre accesibilidad y neuroinclusión puede entenderse así: la accesibilidad abre la puerta, la neuroinclusión te invita a quedarte. Una persona puede acceder a un espacio, una web o una reunión, pero si ese entorno está pensado solo para una forma de funcionar, probablemente se sentirá fuera de lugar. Ser neuroinclusivo es reconocer que no hay una única forma válida de estar, trabajar o aprender.
Esto no es solo un tema técnico. Es una cuestión de cultura. Significa dejar de pedirle a la gente que se “adapte” a un sistema que no fue diseñado para ella, y empezar a diseñar sistemas que contemplen la diferencia. Significa aceptar que no todos rinden igual en una reunión de una hora, que algunos necesitan pausas, que hay quienes prefieren comunicarse por escrito, que no todo el mundo procesa lo social del mismo modo.
En definitiva, la neuroinclusión amplía la idea de accesibilidad más allá del acceso físico o digital. No se trata de hacer excepciones ni de inventar protocolos nuevos, sino de mirar un poco más allá de lo habitual y entender que lo que para una persona es simple, para otra puede ser una barrera invisible.
Porque cuando el entorno se adapta a las personas —en vez de exigir que las personas se adapten al entorno— todos ganamos. La neuroinclusión no busca uniformar, sino permitir que cada uno funcione desde su propio ritmo, su propio modo y su propio lenguaje. Y lo hace con la claridad de frases sencillas pero poderosas: “Soy diferente, no menos”.
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