En el mundo del diseño digital hay un personaje de ficción que tomamos como modelo a seguir. Es alguien que nunca se cansa, que lee textos minúsculos sin esfuerzo, que tiene el pulso perfecto para hacer clic en botones diminutos, que oye hasta el último matiz de un audio y que jamás se confunde al teclear su contraseña. Ese ser fantástico es el usuario ideal, una especie de unicornio que existe en la mente de muchos diseñadores y desarrolladores, pero que es imposible de ver en el mundo real.
La cuestión es que este mito condiciona cómo se construyen webs, apps y servicios. Si todo se piensa para un usuario que ve perfecto, oye perfecto y se mueve perfecto, cualquiera que se salga de esa supuesta perfección empieza a encontrar barreras. Y la verdad es que la mayoría de nosotros estamos fuera de ese molde, aunque no siempre seamos conscientes de ello.
¿Nunca te has equivocado de botón al ir con prisa? ¿Nunca has dejado un formulario a medias porque te pedía mil datos sin explicarlos? ¿Nunca has desistido al intentar resolver un captcha ilegible? Bienvenido a la realidad: todos somos usuarios imperfectos. No hace falta tener una discapacidad para toparnos con las barreras digitales que levanta la obsesión por el “usuario ideal”.
El mito se alimenta a base de la comodidad. Es más fácil diseñar para alguien que nunca falla y que siempre se adapta al sistema, en lugar de construir un sistema flexible que se adapte a la gente. Así se crean páginas con textos de bajo contraste imposibles de leer al sol, vídeos sin subtítulos que excluyen a quien tiene problemas de audición, menús que solo se manejan con el ratón dejando fuera a quienes navegan con teclado o pantallas táctiles que no son operables a no ser que tengas dedos de pianista.
El resultado es un desastre. Primero, porque convierte a parte de la población en ciudadanos de segunda en lo digital, sin acceso a servicios básicos o con grandes dificultades para usarlos. Segundo, porque incluso quienes se creen usuarios “normales” terminan sufriendo las consecuencias. Una web mal diseñada no solo es inaccesible: también es incómoda, lenta, confusa. La falta de accesibilidad nos afecta a todos, aunque a veces prefiramos no verlo.
La buena noticia es que hay alternativas. Las WCAG 2.2, las pautas internacionales de accesibilidad web, no son un manual para gente rara o un checklist burocrático: son un compendio de sentido común. Textos legibles, formularios claros, navegación coherente, alternativas para distintos sentidos… en definitiva, diseñar pensando en la diversidad real de los usuarios. Cuando se aplica, la experiencia mejora para todos.
El problema es cultural. Nos han vendido la idea de que la accesibilidad es un extra, algo que se añade al final “si queda presupuesto” o “si nos lo pide alguien”. Mientras tanto, se sigue rindiendo culto al usuario ideal. El resultado son productos brillantes en la demo, pero hostiles en la práctica.
Puede que haya llegado el momento de darle la vuelta al enfoque. Empezar a diseñar no para el unicornio inexistente, sino para la persona que entra a la web desde el móvil en un autobús lleno de gente, para quien tiene una mano ocupada, para quien no oye un vídeo pero quiere entenderlo, para quien se cansa tras un rato frente a la pantalla. Es decir: diseñar para la gente.
El usuario ideal no ha existido nunca. Los usuarios reales somos todos nosotros, con nuestras prisas, despistes, limitaciones temporales o permanentes. Y si el diseño digital no es capaz de reconocerlo, seguirá levantando barreras en lugar de derribarlas.
La accesibilidad no es un gesto amable ni un lujo opcional: es la única manera de que la tecnología cumpla su promesa de ser un espacio abierto y común. Todo lo demás es seguir persiguiendo un mito.
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