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Ciencia Crítica pretende ser una plataforma para revisar y analizar la Ciencia, su propio funcionamiento, las circunstancias que la hacen posible, la interfaz con la sociedad y los temas históricos o actuales que le plantean desafíos. Escribimos aquí Fernando Valladares, Raquel Pérez Gómez, Joaquín Hortal, Adrián Escudero, Miguel Ángel Rodríguez-Gironés, Luis Santamaría, Silvia Pérez Espona, Ana Campos y Astrid Wagner.

Los trabajadores de la ciencia

El laberinto de la carrera científica y el árbol del conocimiento

Uno de los objetivos de Ciencia Crítica es mostrar a la sociedad cómo hacemos nuestro trabajo los investigadores. La falta de conocimiento sobre nuestro trabajo puede llevar a que la sociedad se cuestione si está justificada la inversión de dinero público en esta tarea. ¿Somos unos privilegiados que malgastamos recursos públicos, y por lo tanto un lujo para la sociedad, como parece pensar el gobierno actual al considerar las partidas dedicadas a investigación como prescindibles? ¿O somos trabajadores especializados que producimos un bien necesario: el conocimiento? En un país de seis millones doscientos mil parados, en el que más de una de cada cuatro personas en disposición de trabajar no puede hacerlo, esta no es una cuestión banal. El coste y los beneficios que aporta la ciencia –pública y privada– a España será un tema recurrente de este blog. Pero aprovechando el Día Internacional de los Trabajadores hoy nos queremos centrar en quién y cómo hace ciencia.

Un sistema científico bien estructurado debe apoyarse en tres grupos de profesionales – investigadores, profesores de universidad y técnicos de investigación. Además de estos tres grupos, otros tres son fundamentales para maximizar la eficiencia del sistema y el retorno obtenido por la sociedad: un cuerpo de tecnólogos que aplique los descubrimientos más recientes para desarrollar máquinas, instrumentos o sistemas con aplicación directa para la sociedad, otro de divulgadores de la ciencia que se encarguen de acercar los nuevos avances a la sociedad –y de ayudar a los investigadores a hacerlo, y un tercero de gestores y administradores especializados que se encargue de la gestión práctica y económica de todo el sistema, incluyendo la obtención de fondos. Aunque en este post no nos ocuparemos de estos tres últimos grupos, queremos resaltar su importancia. Un ejemplo excelente, aunque ficticio, de la importancia que un buen gestor puede tener sobre el impacto de la ciencia es el de Harry Carmichael, protagonista de la novela de ciencia ficción El texto de Hércules, de Jack McDevitt, que se implica con los astrónomos de su centro para gestionar los telescopios, conseguir fondos con los que profundizar en unos datos poco claros pero potencialmente interesantes, y finalmente maximizar el impacto social de la noticia que ese descubrimiento genera: el mensaje de origen inteligente que logran descodificar.

Los tres grupos de científicos tienen diferentes grados de implicación en el diseño y ejecución práctica de la investigación y la interpretación de los resultados, así como en la formación de profesionales especializados. Las funciones de los investigadores no sólo abarcan investigar, sino también planificar y dirigir la investigación, captar recursos económicos externos tanto nacionales como internacionales para llevarla a cabo (una tarea para la que, en otros países, cuentan con la inestimable ayuda de gestores especializados), diseminar sus resultados tanto en ambientes académicos (mediante publicaciones, conferencias y cursos) como al público general, realizar transferencia de conocimientos a empresas o tecnólogos que puedan desarrollar productos o mejorar la eficiencia de su trabajo gracias a ellos, colaborar con la docencia terciaria (universidades,másteres) y formar otros investigadores. Los profesores de universidad son investigadores que, además, desempeñan tareas docentes, con lo que realizan las tareas antes referidas más las clases y actividades de tutoría correspondientes. Y, finalmente, los técnicos ejecutan y dan apoyo a la investigación diseñada por otros, contribuyendo a menudo a dicho diseño, y además pueden –y en muchos casos deben– apoyar tareas docentes en las universidades.

Por desgracia, y a pesar de ser esta una reivindicación histórica de los colectivos de investigadores, la organización de la carrera científica profesional no está aún clara en España para ninguna de las tres categorías generales, lo cual tiene graves consecuencias para la normalización de la profesión de científico. Por un lado, hay múltiples caminos para llegar a conseguir un empleo indefinido, en un panorama cambiante que implica que las condiciones y el trayecto necesario en el momento de comenzar la carrera científica varía a lo largo de la vida profesional de los trabajadores. Esto dificulta definir a priori la formación y experiencia necesarias para el desarrollo de su carrera, y las expectativas de obtener una cierta estabilidad laboral una vez alcanzado un adecuado nivel de formación y excelencia (lo que desincentiva poderosamente las carreras científicas). Por otro lado, la falta de un esquema claro –y oficial– para la carrera investigadora resulta en diferencias en el salario base de los doctorandos o los profesores de universidad, dependiendo de la entidad que les financia o la comunidad autónoma en la que trabajan. Además, la contribución y calidad de la investigación y la docencia que se espera de los profesores de universidad no está definida adecuadamente, lo cual en la práctica implica que la evaluación de su desempeño o bien ignora la tarea investigadora, o bien asume criterios idénticos a los utilizados para evaluar a los investigadores a tiempo completo (sin tener en cuenta la carga de trabajo adicional que supone preparar e impartir clases y tutorías de calidad).

Una solución obvia pero poco asumida –y particularmente polémica– en las universidades españolas es que los profesores más productivos como investigadores tengan menos responsabilidades docentes y los que tengan mejor didáctica puedan asumir más clases a cambio de reducir la dedicación investigadora. Sin embargo, cuando comparamos con otros países (como Inglaterra o Estados unidos), no parece evidente que los investigadores deban tener motivos o limitaciones para impartir asignaturas de carácter general, ni que los profesores con menor dedicación investigadora impartan clases de mayor calidad. De hecho, el punto más débil de los sistemas de incentivos al profesorado universitario son los relacionados con la docencia, que (a diferencia de los relacionados con la investigación) se asignan exclusivamente en base a los años de experiencia, sin realizar ninguna evaluación de la calidad de la labor desempeñada durante dichos años.

Tampoco es pequeño el problema de cómo definir la movilidad entre grupos de profesionales, permitiendo que algunos técnicos que sean capaces de realizar investigación independiente puedan pasar a la escala de investigadores o que otros científicos pasen a técnicos con la consecuente disminución de sus responsabilidades –y exigencias– de producción científica. De igual manera, la movilidad de los investigadores entre los diferentes Organismos Públicos de Investigación (OPIs), o entre estas y la universidad, está enormemente limitada. En particular, muchas universidades ponen barreras a la incorporación de investigadores o a su participación en la docencia. Esto a pesar de que algunas reformas legales recientes, como la homogeneización de niveles profesionales entre las diferentes OPIs, facilitan en la práctica dicha movilidad.

El eslabón más débil de la carrera investigadora es quizás el largo período que transcurre entre la realización de la tesis doctoral y la contratación estable como investigador senior: la que podríamos definir como “la larga travesía posdoctoral”. Este período, que suele coincidir con los momentos más creativos de la carrera científica, tiene una secuencia relativamente clara en otros países, que suele incluir un período de 2-5 años de investigación independiente pero aún supervisada por un investigador senior, al que siguen contratos estables sujetos a evaluación: los famosos tenure-tracks. En España, por el contrario, la situación es muy indefinida. Los primeros años, los jóvenes posdocs pueden acceder a algunos programas competitivos, cada vez más dependientes de los fondos internacionales (como los famosos Marie Curie de la UE). Pero resulta a menudo difícil obtener contratos asociados a proyectos (la vía más habitual en el extranjero), ya que las OPIs y los proyectos que dependen de fondos públicos raramente contemplan la figura del contrato posdoctoral, dejando la única alternativa de contratar a los posdocs como técnicos superiores, con un nivel de responsabilidad inferior al de un investigador y un nivel salarial pensado para los licenciados. En cuanto a la etapa que sigue, las reformas introducidas con la creación del programa Ramón y Cajal sugerían que se avanzaría de forma decidida hacia el modelo de tenure-track (y la evaluación períodica de los investigadores fijos o funcionarios), pero la realidad desmiente esa optimista perspectiva: incluso antes de que la crisis desarbolara el sistema español de I+D, una proporción creciente de los “Ramones y Cajales” que acaban su periodo con los niveles exigidos de atracción de cantidad y calidad investigadora no consiguieron el prometido contrato fijo. A la pérdida de esos profesionales, que están volviendo al extranjero, se suma el efecto desmotivador sobre nuestros mejores talentos, que ante esa perspectiva prefieren invertir su energía en países con modelos organizativos más fiables.

El corolario es una reivindicación tan reiterada como imprescindible: Es preciso establecer una carrera profesional clara y bien estructurada para todos los grupos de científicos y tecnólogos. No es ni mucho menos la única medida que necesita la ciencia española para cumplir su potencial de transformar nuestro sistema productivo. Pero es sin duda un elemento ineludible para quienes se tomen en serio la necesidad de mejorar la efectividad del sistema científico y académico español, que proporcionaría una mejora sustancial de las relaciones laborales dentro de él y permitiría identificar los desequilibrios organizativos que limitan su creatividad, productividad, excelencia y (va por usted, señor ministro) la eficiencia en términos de coste-beneficio. Además, la definición de una carrera profesional permitirá que la sociedad comprenda mejor qué significa ser científico y qué tipo de trabajo realizamos como contrapartida a la confianza, las esperanzas y los recursos que ésta pone a nuestra disposición.

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Ciencia Crítica pretende ser una plataforma para revisar y analizar la Ciencia, su propio funcionamiento, las circunstancias que la hacen posible, la interfaz con la sociedad y los temas históricos o actuales que le plantean desafíos. Escribimos aquí Fernando Valladares, Raquel Pérez Gómez, Joaquín Hortal, Adrián Escudero, Miguel Ángel Rodríguez-Gironés, Luis Santamaría, Silvia Pérez Espona, Ana Campos y Astrid Wagner.

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