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Las escuelas rodeadas de vallas de 'la jungla de Calais'

Un joven en el interior del autobús del proyecto "School Bus", cuyas ventanas fueron pintadas con diferentes mensajes por decenas de migrantes. | FOTO: Olmo Calvo

Olmo Calvo

Varios chicos subsaharianos están sentados en unas viejas sillas escolares, en medio de unos barracones de madera en el norte de Francia. Miran con atención a un voluntario que intenta enseñarles francés. A su alrededor solo hay descampados, lo que hasta el mes de marzo fue la parte sur de la jungla, antes de ser desmantelado. En el campamento improvisado, situado en la ciudad de Calais, sobreviven miles de migrantes que llegaron hasta allí con la esperanza de cruzar al Reino Unido. 

Para muchos, una ilusión cada vez más frustrada. La reciente construcción de un muro resbaladizo de cuatro metros de alto en la frontera con Reino Unido colmó el vaso de su frustración, la de quienes viven desde hace meses entre barro y ante la amenaza inminente de ser desalojados. El sábado 30, la tensión se tradujo en una revuelta que acabó siendo reprimida por la policía con cañones de agua y gases lacrimógenos. No era la primera vez

Pero ni el incremento de la represión policial, ni la intensificación de los controles policiales en los cruces, ni el desmantelamiento parcial del campo en marzo han conseguido minar las llegadas.

En los últimos cuatro meses han seguido llegando a Calais muchas personas, especialmente desde Italia. Las barcas sobrecargadas con migrantes de diferentes países de África y de Oriente Próximo cruzan de Libia a Sicilia, y sus pasajeros siguen camino hacia esta localidad francesa. Allí viven actualmente alrededor de 10.000 personas, la mayoría procedentes de Sudán y Afganistán, según las organizaciones humanitarias.

Tangany es uno de ellos. En las instalaciones de la 'École laïque du Chemin des dunes' (Escuela Laica de la carretera de la dunas) el joven sudanés de 21 años intenta escribir correctamente algunas palabras en francés en un pequeño cuaderno. Lleva dos años en el campo y acude tres días a la semana para aprender el idioma a esta escuela, una de las al menos cinco que hay en el campo, algunas dependientes de organizaciones y otras independientes, gestionadas por voluntarios. “Nos ayuda mucho”, dice Tagany. 

La iniciativa surgió de ellos mismos, cuando Zimako Jones, un migrante nigeriano que llegó a Calais en 2014, conoció en el campo a la logopeda francesa voluntaria Virginie Tiberghien, a quien le propuso dar clases en la escuela que quería construir. Y así lo hicieron. Junto a varios amigos, Zimako levantó la primera edificación del proyecto, que inauguraron el 11 de julio de 2015. 

Durante este tiempo han estado recibiendo la ayuda de la organización Solidarité Laïque. “Comenzamos con 'École laïque du Chemin des dunes' porque aquí no había escuelas, y para unir a la gente”, explica Virginie, terapeuta de 44 años. Asegura que actualmente ya van a clase más de 100 personas al día. 

Michael es escritor y director en una compañía de teatro en París, pero viaja hasta Calais cada dos semanas para dar clases de francés en esta escuela. “Me gusta enseñar interactuando, con juegos, corriendo, riendo, hablando… no sentados en la silla y simplemente mirando y escuchando. La vida aquí es muy dura, y creo que reír es algo muy bueno para ellos”, dice este voluntario de 61 años de padre marroquí.

Anneliese Coury, coordinadora del proyecto de Médicos Sin Fronteras (MSF) en Calais, ve a diario las consecuencias de esa vida que señala Michael: “Atendemos a mucha gente con problemas psíquicos, con síntomas de depresión, relacionados con el hecho de haberse ido de su país y no poder llegar a Inglaterra, con un gran sentimiento de inseguridad”. Ante la reciente unión de fuerzas de las autoridades franco-británicas para expulsar a los migrantes de Calais, los interrogantes crecen. 

Mitigar la incertidumbre 

El nerviosismo se palpa en las laberínticas callejuelas del campo, donde muchos esperan su momento para tratar de alcanzar Reino Unido. Lo intentan cada noche, subiéndose en la parte trasera de los camiones que van hacia el puerto, o entrando en el Eurotúnel. La otra opción es lanzarse en grupo contra la alambrada que protege la carretera hacia el ferri, pero el amplio despliegue policial y la gran cantidad de vallas instaladas frustran la mayoría de las tentativas. A la desesperada, estas últimas cada vez son más frecuentes, desde que François Hollande anunció en septiembre que el campamento “se desmantelará antes de final de año”.

La duda es constante porque nadie sabe cuándo evacuaran definitivamente la zona, ni qué será de ellos cuando eso ocurra. “Es difícil saber qué va a pasar porque nosotros no tomamos esas decisiones, pero lo que sí sé es que mover a 10.000 personas de diferentes países, creencias y religiones va a ser una tarea muy complicada”, dice Max Basta. Tras acabar sus estudios universitarios, este joven se fue a Calais, donde invierte sus días como voluntario para coordinar Jungle Books, la biblioteca del campo de migrantes y refugiados. 

Mantienen la esperanza. Pese a la amenaza constante del repentino desalojo del que se ha convertido ya en el campo de refugiados más grande de Europa, cientos de personas acuden diariamente a las diferentes escuelas. Quieren aprender los idiomas de los países que, esperan, se conviertan en su nuevo hogar. 

Algunos lo hacen sobre ruedas, en el 'School Bus', un proyecto de origen británico que nació con el propósito de atender a personas vulnerables en Calais. La escuela móvil, en un enorme autobús amarillo de dos plantas, no pasa desapercibida. Allí se enseñan idiomas, pero también se ha convertido en un espacio “donde poder dibujar, tocar la guitarra... un espacio seguro”, explica la voluntaria Louise Hamill. Insiste en que estas iniciativas van más allá de lo puramente didáctico. 

Clases para mantener la esperanza 

En 2015 un grupo de migrantes sudaneses pusieron en marcha la 'Ecole du Darfour' (Escuela de Darfur), y aunque ellos ya no están en la Jungla, su esfuerzo fue recogido por voluntarios ingleses que ampliaron la iniciativa con nuevas construcciones.

“Damos clases de idiomas”, comenta Leonie, una voluntaria francesa de 20 años que recibe formación humanitaria en la escuela Bioforce de Lyon, y que lleva todas sus vacaciones como profesora en el Ecole du Darfour. “Es muy importante que los migrantes aprendan estas lenguas. Si no, no pueden desenvolverse solos”, continúa.

También lo piensa Faisal, sudanés de 30 años que lleva seis meses acudiendo a sus clases. “Esta escuela es importante para mí. Si quiero estar en Francia, tengo que aprender francés”, afirma desde el interior de una carpa, donde se encuentra junto a varios amigos alrededor de un fuego.

Muy cerca de allí se haya École Dart, donde Brigitte, de 59 años, y Francoise, de 66, ambas francesas y vecinas de una pequeña localidad cercana, llevan muchos meses enseñando su lengua materna. “Yo empecé con la escuela porque no estoy de acuerdo con la política sobre refugiados del Gobierno francés”, explica Francoise.

Acuden a las aulas, para enseñar o para aprender. En el improvisado campo levantado sobre las dunas bañadas por el mar del norte, la incertidumbre sobre el futuro del campamento no les frena. Voluntarios y refugiados construyen en las escuelas espacios de solidaridad y apoyo mutuo. 

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