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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal

Los supervivientes del Tarajal recuerdan a sus compañeros en un homenaje en Tánger

La manifestacion de Ceuta, a su llegada a la zona más cercana al espigón fronterizo de la playa de El Tarajal/ Imagen: Robert Bonet

Elena González

—“¿Tu primo es musulmán o cristiano?”, preguntó el forense del hospital Hassan II de Fnideq.

—“¿Y eso qué importancia tiene?”, respondió Musa. Hacía dos horas que esperaba al forense en la puerta del hospital y buscaba a su primo, Larios Fotio. Creía haberle visto inconsciente en las aguas del Tarajal y se temía lo peor, pero no encontró a Larios, sino a Ibrahim Keita, un amigo a quien no se esperaba ver tendido en una camilla de la sala de autopsias. Salió del hospital en estado de shock, mirando al suelo y negando con la cabeza.

Hace un año, Musa no sabía que los forenses de Fnideq hacen siempre la misma pregunta, porque en caso de que el inmigrante fallecido no sea identificado ni se le conozca nacionalidad o religión o no se le pueda repatriar, se le entierra en un lugar reservado para estos casos en el cementerio de Tetuán. Eso es lo que pasó con las ocho víctimas de aquel 6 de febrero que terminaron el viaje de su sueño europeo bajo tierra marroquí. Otra fue repatriada a Camerún. Otra persona sigue desparecida. Las otras 5 restantes, enterradas en Ceuta.

El viernes, al cumplirse un año, Musa ni siquiera se enteró de que se celebró un homenaje en el centro de Tánger, pero sabía muy bien, cómo olvidarlo, qué día era. “Hacía frío y he pasado todo el día acostado. No ha sido un buen día”. Hace un año, Musa consiguió salir del agua con vida y desde entonces sobrevive en Tánger, en el barrio de Boukhalef. Desde allí una veintena de personas se desplazaron hasta el centro de la ciudad para recordar a los fallecidos, rendirles homenaje y denunciar, ése era el lema de la convocatoria, “la guerra de la Unión Europea contra inmigrantes y refugiados” en un acto organizado por un grupo de activistas europeos procedentes de varios colectivos que trabajan apoyando a los inmigrantes subsaharianos.

Franck Nama, presidente del Colectivo de Trabajadores Inmigrantes de Marruecos llegó desde Rabat y fue el primero en tomar la palabra en una sala del centro Ibn Batouta, decorada con velas y pétalos de flores, donde se celebró el homenaje. Fue el más combativo: “La vida de un europeo o un americano vale lo mismo que la de un africano, pero no ha habido ninguna investigación sobre lo que pasó. Decimos 'basta' porque creemos que tenemos derechos. Todos esos países han firmado una Declaración Universal de Derechos Humanos pero son incapaces de respetar las leyes que ellos mismos han firmado y además se permiten darnos lecciones en derechos humanos”.

Lo han repetido mil veces

Jephte se revolvía inquieto en la silla a la espera de su turno para hablar. Contó cómo llegó a la playa de Ceuta porque sabía nadar y pudo bucear hasta alcanzar la arena. Consiguió sacar a dos personas del agua, pero los tres fueron devueltos por la Guardia Civil a territorio marroquí. “Cada vez que me acuerdo de aquel día me castañetean los dientes”, cuenta en conversación con eldiario.es después de su intervención, fumando nervioso un cigarrillo a las puertas de la sala. Recuerda las pelotas de goma y recuerda los botes de humo arrojados contra las rocas del espigón. “Y ya no sé qué más quieres que te cuente”, dice, porque lo ha repetido mil veces.

Yakouly también estuvo en el agua aquel día y terminó con tres pelotazos en el pecho y en la cabeza. Prefiere no volver a hablar del tema. Esta semana una organización de defensa de los derechos humanos le preguntó si declararía como testigo ante un tribunal: “¿Para qué? ¿Para que si alguna vez llego a España tomen represalias contra mí? No voy a decir nada porque nadie me va a proteger si lo hago”. Además, su mujer acaba de llegar a Marruecos desde Costa de Marfil y no quiere ponerla en peligro ni separarse de ella. También viven en Boukhalef, en un apartamento compartido con varios compatriotas.

Algunos de ellos, marfileños, sí estuvieron, en cambio, en la misa que se celebró tras el acto de homenaje en la catedral de Tánger. Durante la ceremonia, entre las canciones del coro de cameruneses y congoleños, entre velas y aleluyas, se leyó el mensaje que el arzobispado de Tánger, a cargo de Santiago Agrelo, quería hacer llegar al Gobierno: “Quien se lleva por delante la vida de los inmigrantes, quien los somete a penas crueles no es su condición de pobres o de refugiados, sino la legalidad vigente. Denunciamos la aberración jurídica que supone la Ley de Seguridad Ciudadana, que legaliza las 'devoluciones en caliente' de inmigrantes irregulares que llegan a Ceuta y a Melilla”, leyó el padre Martín desde el púlpito de la iglesia española en Tánger.

Después de la misa, los asistentes compartieron la cena en una sala de la catedral antes de volver a casa, la mayoría de ellos a Boukhalef. Otros, como Jephte, a Rabat. Fue una una jornada de recuerdo a los compañeros muertos en aguas fronterizas que se repitió el sábado al otro lado de la frontera de El Tarajal, con una marcha en Ceuta desde el CETI (Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes) hasta la frontera.

En la movilización han participado distintas ONG y colectivos como Asociación Pro Derechos Humanos de Andalucía, SOS Racismo, CEAR, Pedagogía Ciudadana, Podemos Ceuta, CCOO, Andalucía Acoge, Somos Migrantes, Caballas, Elin y Pateras de la vida de Marruecos. Entre 450 y 500 personas, según los organizadores, han recorrido los seis kilómetros del itinerario, cantando y portando lemas como “No más muertes en la frontera. Las fronteras cerradas matan”.

 

Desde aquel 6 de febrero, las vidas de supervivientes como Musa o Yakouly no ha cambiado mucho: han pasado días y semanas en los montes de Ben Younech o en el Gurugú; han vuelto a intentar cruzar a España: por la valla en Melilla, por la de Ceuta; han intentado presentar los papeles para el proceso de regularización que puso en marcha Marruecos en enero del año pasado. Pero salvo seguir vivos, nada ha cambiado para mejor desde aquel día.

 

Muchos de ellos siguen en Tánger, desde donde se ve la costa europea tan al alcance de la mano, pero el Tánger de estos jóvenes no es siquiera el Tánger canalla de Paul Bowles que buscan los turistas americanos de su edad que se hospedan en los B&B restaurados de la medina. Ni el Tánger de las vendedoras de lirios, ni de los esnifadores de cola, los chanchulleros del puerto, los hipsters del Cinema Rif o los surferos tarifeños que se bajan al moro en el ferry en un día de excursión. El Tánger de Musa es el del trapicheo de supervivencia en Boukhalef; el de Yakouly, la pelea continua para conseguir cobrar del patrón que le ha contratado como vigilante en un edificio en construcción. Salieron de la playa del Tarajal hace un año, pero sus vidas continúan en aguas peligrosas.

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