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Demagogia: enemigo invisible

El ministro del Interior, Juan Ignacio Zoido, y el presidente de Gobierno, Mariano Rajoy.

Rosa María Artal

Por fin está llegando a la sociedad más información sobre las raíces del terrorismo. No se puede separar, como si no tuvieran relación, los atentados de quienes financian el fanatismo yihadista que los perpetra. Pero la vida oficial lo hace con absoluto desparpajo. Los trapos sucios y los muertos en el armario no se mencionan en las reuniones de los notables, ni en las crónicas de los eventos. Y, así, de tanto estirar la hipocresía, la sociedad va a terminar estrangulada.

“El rey que visitó la Barcelona atentada por yihadistas es el mismo rey que visitó la Arabia Saudí que los adoctrina y los capta”, escribía Ruth Toledano aquí, marcando la gran contradicción que llevan en el cuerpo con porte airoso gran número de líderes occidentales. Desde España a Francia o EEUU: “Las ganancias económicas que genera son ilegítimas y las pérdidas humanas que provoca, irreparables”, añadía. Y no se pueden deslindar por más que lo intentan. Iñigo Sáenz de Ugarte explicaba –una vez más– el mecanismo que conduce de pagar para abonar el radicalismo al caldo de cultivo que lo hace cuajar y materializarse en violencia. Porque eldiario.es y sus periodistas abordan desde hace años, junto con otros pocos profesionales y medios, este tema esencial para entender el trágico fenómeno. De 2015 es este texto de Olga Rodríguez, experta sobre el terreno: “Cómo surge el ISIS, cómo se financia, quiénes hacen la vista gorda”.

Y ahí tenemos encabezando a Arabia Saudí, con quien los reyes españoles intercambian besos y regalos, lo mismo que presidentes de gobierno y ministros. O a Turquía, país en manos de Erdogan que está practicando una auténtica purga contra los disidentes ideológicos y al que la España de Rajoy ayuda en su razia. Ha detenido a dos escritores y periodistas que ningún otro país quiso encarcelar para mandárselos, en su caso, al presidente turco que ha apresado ya a más de 50.000 personas.

Así funciona esto, pero la mayoría de la prensa tradicional no lo cuenta. Cuando es evidente que cerrando el grifo de la financiación, peligrosísima en el adoctrinamiento, algunas cosas cambiarían en el terrorismo. No contarlo y, por el contrario, maniobrar sobre las emociones para obtener un fin político es demagogia. Y la demagogia causa daños, irreparables incluso.

Un sacerdote católico nos ha mostrado, en Madrid, cómo se genera el adoctrinamiento fanático desde un púlpito. Se trata de Santiago Martín, exjefe de religión de ABC –ABC tiene al parecer jefes de religión– y exconductor de Testimonio en La 2 de TVE. Ha acusado como culpable del atentado a la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, por no poner bolardos, y a Manuela Carmena por ser tan “comunista” como su colega de Barcelona y ambas “respetuosas con la libertad de los asesinos”. Así operan los imanes del fanatismo yihadista. Exactamente igual. Como ya se ha dicho, algunos llevan los bolardos en su cabeza. Martín pertenece a una organización, la iglesia católica, a la que sufragan con nuestros impuestos. El Arzobispado de Madrid le ha desautorizado, con mucha menor repercusión.

No ha sido el único, el partido ultraderechista Vox ha presentado una denuncia ante la Fiscalía, y el alcalde de Alcorcón, Madrid, del PP, ha declarado que Colau “había allanado el recorrido” a los terroristas. Barcelona en Comú ha publicado el documento de Interior donde se instaba al Ayuntamiento a colocar bolardos de forma transitoria durante las Navidades.

Los atentados de Barcelona y Cambrils han caído en un momento extremo. Con el proceso de consulta independentista que vive Catalunya. El ultranacionalismo español ha salido como los toros del toril. Con la misma fuerza bruta y los cuernos mucho más retorcidos que los animales de su fiesta nacional. Políticos, periodistas, y afición tuitera y de barra de bar exigen hablar en español, solo en español, incluso a los Mossos, la policía autónoma catalana, cuya actuación ha sido decisiva en la resolución del caso. Eficaces pese a las restricciones que les han venido imponiendo los gobiernos de Madrid. Ejemplares, hasta informando en tres idiomas.

Han emergido de sus catacumbas la plana mayor de la extrema derecha que anida en el PP, cantantes en horas bajas y activistas de la ultraderecha mediática dispuestos a iniciar una nueva Reconquista, tirados al monte con lanza si se tercia. Editoriales de la prensa tradicional siguen en el nivel ácido y desmesurado de sus últimas empresas. Es una temible explosión de intolerancia y de manipulación de las emociones de sus audiencias.

La tergiversación de la entrevista que Carlos Alsina, en Onda Cero, hizo al presidente catalán Carles Puigdemont va mucho más allá. Le entrecomillaron como afirmación: “Los atentados no van a cambiar la hoja de ruta sobre el procés”. Y no lo había dicho. Lo que dijo fue que no cambiarían la política de seguridad y protestó por mezclar los temas en un momento tan delicado. Varios medios repitieron el falso titular y el dibujante Peridis lleva una cruzada de viñetas en serie con el tema. No son errores ni bulos, parece más una actividad política que periodismo. Nadie ha rectificado. Y la bola sigue y sigue hasta transformarla en certeza.

La demagogia es un enemigo no tan invisible como titulo. De hecho, se escribe muy a menudo con trazos gruesos, visibles para cualquiera que preste atención y se estime como ser racional. Excita y provoca reacciones viscerales en personas proclives o simplemente de buena fe y con poco interés por la verdad. El fin es siempre instrumentalizarlos con un interés político. Aristóteles fue el primero en definir la demagogia como la “forma corrupta o degenerada de la Democracia”, y encaja perfectamente en otras corrupciones que nos devastan.

El solo hecho de informar empieza a ser un problema en nuestro país desde las reformas legislativas del PP: Ley Mordaza y Código Penal. En él se blinda a la Corona de toda crítica. Reporteros Sin Fronteras denunciaba que “los tribunales se han convertido en España en un instrumento de censura y coacción”. No desdeñemos la coacción que induce la autocensura.

El colofón es el uso político de la derecha y sus voceros mediáticos hasta de los terribles atentados de Cataluña. Han entrado de lleno en la crítica a las formaciones que no suscriben el ahora llamado ahora “Pacto antiyihadista” –antes antiterrorista–. Suscitó grandes críticas en los partidos progresistas en su momento por su recorte de libertades, de todos en la práctica. Incluso el PSOE mostró sus reticencias inicialmente. Entró con él la cadena perpetua (inconstitucional), es ambiguo en atajar las fuentes de financiación y nada dice de la venta de armas a los terroristas. Académicos y magistrados fueron extremadamente críticos con él. En la práctica ha servido para detener titiriteros y tuiteros o para pedir penas desmesuradas a los bravucones de Alsasua.

El Ministro Zoido andaba hace un mes diciendo que no había ningún peligro de atentado, algunos indicios pueden no ser detectables pero el Pacto tampoco parece la panacea de eficacia. Lógicamente, con el dolor de las víctimas tan intenso y vivo lo adecuado es insistir en la unidad de las fuerzas políticas. Pero habría de centrarse más en aspectos efectivos que en la fachada. Imprescindible, intensificar la prevención. Y no usar demagógicamente el Pacto, haciendo ver que el rechazo es a actuar contra el terrorismo. Ni por compasión con las víctimas dejan de ver cómo sacar tajada.

Como hecho objetivo, sin que lo pida o no lo pida nadie, parece claro que no es siquiera estético compaginar las condenas al terrorismo con la amistad de quienes lo financian. Ni los negocios con países y personas que no respetan los derechos humanos. No se comprende que personas adultas no establezcan lo que son relaciones tan evidentes: acción y consecuencia. Con la manipulación se logra que millones de ciudadanos obren en contra de sus propios intereses. Cuando hablamos de la inseguridad que se ha clavado como esencia de nuestro tiempo, de peligros reales, del odio creciente de unos y otros y otros, vemos el enorme riesgo que representa en sí misma la demagogia.

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