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Don Rodrigo

Rodrigo Rato en una imagen de archivo

Antón Losada

Si Rodrigo Rato se llamase Pedro Pérez, Guillermo Zapata o Artur Más seguramente llevaría días durmiendo en su celda. Como se trata de Don Rodrigo queda en libertad con retirada de pasaporte y obligación de comparecer. Parece que para la Justicia española todavía hay clases. Todos quienes trabajaban en la presunta red de negocios opacos han pasado por los calabozos menos su presunto jefe y mayor beneficiario. La cárcel continúa siendo para el servicio, no para el señor; como en los buenos tiempos.

El Ministro de Justicia pide separar al político del empresario pero eso resulta imposible porque la política parece su negocio. En un tiempo récord Rodrigo Rato ha pasado de ser presentado como el símbolo del milagro económico de la era Aznar, a convertirse en la personificación del capitalismo de amiguetes que creció y se multiplicó durante aquellos maravillosos años de privatizaciones a lo loco, desregulaciones a ciegas y asalto a lo público para promover jugosos negocios privados.

Nadie como Rato parece encarnar mejor la voracidad insaciable de ese capitalismo granuja que nos han traído estos tiempos de sufrimiento y precariedad mientras le echábamos la culpa a los parados, los jubilados o los funcionarios. Don Rodrigo y sus amiguetes hacen negocios, se condonan las deudas, se reparten las tarjetas black, se conceden los créditos y se embolsan los beneficios en cómodos y seguros paraísos fiscales mientras nosotros, los contribuyentes, pagamos la cuenta.

Cuando hablan de la cultura del esfuerzo se refieren exclusivamente al nuestro. Nuestros sacrificios son sus negocios y a más sacrificios, más negocios. Ahí se esconde la fórmula secreta de su éxito. No existe otra. En el capitalismo de la globalización la riqueza no se crea, se arrebatan a los demás.

Puede que Aznar tenga ahora tanto interés en ejercer de analista político y tantas cosas que espetarle a Mariano Rajoy porque, mientras se cotillea sobre sus broncas al hijo pródigo que se niega a reconocerle como padre, evita tener que manifestarse sobre las hazañas de su exvicepresidente y hasta hace nada compañero ejemplar.

El aznarismo se derrumba entre las ruinas del amiguísimo, el chanchulleo y la corrupción. Se antoja mejor y bastante más cómodo pontificar sobre Rajoy, del futuro del centro derecha o Ciudadanos que asumir la responsabilidad por una trama Gurtel que nació, creció y se desarrolló bajo su mandato todopoderoso, o los apaños entre su vicepresidente económico y los presidentes de los bancos que Aznar colocaba a dedo. Puede que Mariano Rajoy no sea inocente. Pero José Maria Aznar tampoco.

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